Sería chistoso, sino fuera algo serio. La intrusión de una aeronave al espacio aéreo nacional en Magallanes desató una alarma militar. El único problema: nadie sabe qué fue. ¿Un avión de guerra, un helicóptero, un dron, un pájaro? ¿Fueron argentinos o, quizás, ingleses? Da lo mismo. Que la incompetencia no frene las efusiones patrioteras, mientras Estados Unidos prepara amplias maniobras navales en la zona.
Con los votos de la derecha, la presidenta de la Cámara de Diputados, Karol Cariola, se salvó de una censura que la habría despojado de su lugar en la testera, además del chofer, las asignaciones, los asesores… tantas cosas. Pinochetistas y comunistas, juntos en contra de la “dictadura de Maduro”.
Como en las series de Netflix, cuando la cosa empieza a volverse fome, de repente aparece un aparatoso vuelco dramático. La historia sigue igual, pero el público se impresiona por un rato. Es lo que ocurrió en el último episodio del caso Hermosilla.
El general director de Carabineros no ha dejado recurso judicial sin emplear. Ahora presentó un recurso de amparo, por una orden de la fiscalía que pide ser informada si él intenta salir del país.
El sargento de Carabineros Rodrigo Puga cayó alcanzado por una bala mortal frente al teatro Caupolicán. La reacción primera de la institución fue culpar a una inexistente turba “de extranjeros”. Horas después, tuvieron que quitarle el título de mártir: lo había matado un colega mientras estaban pituteando.
Las contorsiones del PC sobre Venezuela pusieron en peligro a un blanco inesperado: la presidenta de la Cámara de Diputados enfrentará censura que podría costarle el cargo. Para la aludida Karol Cariola todo esto es “muy injusto”.
Las acusaciones constitucionales en contra de ministros de la Corte Suprema desde el primer segundo se convirtieron en el espectáculo barato que tan bien dominan los partidos del régimen. La idea -como siempre- es protegerse.
La exposición de los antecedentes que incriminan al abogado Luis Hermosilla no ahorra en detalles que confirman lo que todo el mundo sabe. Son todos narcos. Lo que permanece en secreto, en cambio, está a buen recaudo, para alivio de esos mismos… narcos.
Señora Isabel Amor, ordinariamente, no le habríamos escrito ni nos habríamos interesado en su “caso”. El conflicto en el cual usted es la protagonista es sólo una disputa por un cargo. ¿Qué tenemos que ver nosotros con esas cosas? Se trata de pelea a la que nosotros no estamos invitados. Sabemos que los contendientes, eventualmente, se abuenarán, y nosotros, si tomamos un bando, quedaremos marcados.
Presionado por las protestas de los vecinos y, quizás, con un ojo en las encuestas, el gobierno se lanzó en contra de Enel por los prolongados cortes de luz. El alto volumen de los reclamos retóricos no logra tapar la muy real impotencia de las autoridades y su sumisión a los dictados de los capitales transnacionales. Cachetadas de payaso, pues. O, en este caso, los payasos hacen como que le pegan al dueño del circo y éste hace como que le duele. (Advertencia: contiene algunas groserías, pero en italiano)
Porque la estufa eléctrica es ya un lujo impagable (si es que hay luz) y la parafina… bueno, la parafina vuelve a subir.
La celebración anticipada y pública de su victoria judicial -una condena de sólo seis años por abuso sexual, que podría diluirse con maniobras jurídicas- le salió como el famoso tiro por la proverbial culata al patrón de Placilla, Eduardo Macaya, y a su hijo, el jefe de la UDI. Ahora todos se vuelven en contra del reo, hasta que el asunto pase al olvido y todo pueda volver a la normalidad.
Fueron perseguidos por la “Fuerza de Tarea de la Macrozona Sur”. Enfrentaron un juicio amañado. Realizaron una dura huelga de hambre. Ahora, un tribunal desechó por, segunda vez, las acusaciones del gobierno y del Ministerio Público y los absolvió. Los cuatro militantes de la Coordinadora Arauco Malleco recobraron su libertad. Todo, gracias a la lucha.
Cuando el jefe de la UDI apareció en público a defender a su padre, condenado de abusos sexuales en contra de dos niñas de su propia familia, reinó el desconcierto. ¿Por qué haría algo que cualquier persona -decente, se entiende- entendería como perjudicial para su reputación? Ahora se sabe la respuesta: se estaba dando un gusto perverso. Le refregó en la cara al país un simple hecho: a “ellos” no los toca nadie.