Son asaltos como los de Butch Cassidy y Sundance Kid, en la época de los cowboys, o de Ronnie Biggs, al tren de correos Glasgow-Londres. Pero estos ocurren hoy, en Chile, en pleno desierto y los bandidos no se llevan plata ni los relojes de los pasajeros, sino unas pesadas planchas de metal. Y adivinen quién le está poniendo harto color a esa historia y a quién le viene como anillo -de cobre- al dedo.
El comunicado de la gerenta del Ferrocarril Antofagasta-Bolivia, Katharina Jenny (el segundo nombre es su apellido), no pudo ser más dramático: “violento”, “traumático”, “drástico”, los adjetivos se amontonan en los cuatro párrafos en que anuncia que la compañía detendrá sus operaciones.
Un par de días antes, un grupo de desconocidos se había apoderado de un convoy y de su tripulación para robarse una parte de la carga: cátodos de cobre. Se trata de unas enormes planchas de cobre, comúnmente de 250 kilos, aunque también hay más pequeñas, de 125 kg. O sea, entre cuatro, igual se puede cargar a un camioncito amigo, que esté esperando por ahí. Ahora, si tiene una de esas grúas, mejor, pero para eso hay que parar el tren.
El precio, como se sabe, ha ido bajando. Una minera que quisiera liquidar rápidamente una partida, obtendría en el mercado mundial poco más de 1.700 dólares, un millón 700 mil pesos -digamos, para simplificar- por una plancha de las grandes.
En Chile, en cambio, los distribuidores revenden los cátodos a unos 1.250 dólares o 5 mil por la tonelada. Descontemos el generoso margen del mafioso dueño de la chatarrería, el “premio” que se cobra por lo choreado del material, los costos del robo y otros gastos, y terminamos bien, bien abajo del millón pesos por plancha para los ladrones.
Así es el mercado. Cruel.
Pero nunca tan cruel como con el grupo Luksic, dueño del mentado ferrocarril y de la minera Antofagasta Minerals. La red ferroviaria atiende, sin embargo, a varias grandes minas: avanza por el sur, desde La Escondida y Zaldívar; por el centro, atendiendo a SQM, Albermarle y la mina Gaby; y por el norte, desde Ollagüe, pasando por Chuqui, Spence, Sierra Gorda, y Centinela. El destino común: el puerto de Mejillones.
Buen negocio.
Según la historia oficial del grupo Luksic, el Ferrocarril Antofagasta Bolivia no tiene sus orígenes “en Sudamérica, sino en las frías tierras de Londres, durante el año 1888, cuando capitales ingleses adquirieron” la compañía. Claro, para los capitalistas las cosas, como llevar los rieles y durmientes al desierto, se hacen solas. La verdad es que el ferrocarril fue propiedad de la minera boliviana Huanchaco y comenzó a construirse, irónicamente, después de la Guerra del Pacífico.
Los negocios siempre siguen.
Después, efectivamente, lo compraron unos ingleses. En 1964, Bolivia nacionalizó la parte de la red ubicada en su territorio y en 1980, Luksic compró la parte chilena.
Así son los negocios. Y esos no paran.
El comunicado es bien específico que sólo detendrá el transporte de cátodos, porque la mayor carga es la que sube: ácido sulfúrico. Hasta ahora, nadie ha querido llevarse algo de eso a la mala; es poco práctico.
Pero aún así, las lágrimas de cocodrilo de Luksic son del tamaño de un relave.
Porque, de robarse las cosas del tren, siempre se las han robado. Con la mezcla exacta de agilidad y fuerza bruta, más alguno se subía al convoy y tiraba lo que podía para abajo; después se vería cómo recoger los fierros. No hay nada nuevo en eso.
¿Por qué ahora tanto escándalo?
Por una peculiar convergencia de intereses. Al minuto de conocerse la decisión del ferrocarril, aparecieron unos diputados locales que, por cierto, nunca-jamás-cómo-se-le ocurre- han aceptado un peso de Luksic, que exigieron, usted lo adivinó, estado de excepción en el norte grande.
“¡Está en peligro el mayor producto de exportación del país!”, exclaman estos honorables y exigen al gobierno que tome cartas en el asunto.
Éste, sin embargo, no hará tal cosa. Y no por vocación democrática, por respeto a los derechos de los habitantes del país, por la supremacía del orden civil sobre el militar o por negarse a emplear la amenaza de la fuerza represiva en contra de las movilizaciones populares.
No, no por eso.
Hará otra cosa: usará el llanterío de Luksic por su tren para promover su estado de excepción permanente, bajo el manto de la protección de la infraestructura, como lo había concebido, en su momento Piñera, aunque de un modo menos extremo.
Ya hemos hablado de esto aquí, varias veces, de hecho. Ese estado militar permanente, que ahora fue rebautizado como de “protección y resguardo”, sólo espera el momento adecuado para ser presentado ante el parlamento, quizás después del aniversario del 18 de octubre, quién sabe.
Y eso que nos vendría bastante bien algo de mano dura con el robo del cobre chileno. Pero esos ladrones ofician de dueños de las mineras, y no de gatos arriba de los carros del tren.