El régimen se quiere blindar

Sigue la cocina. El plebiscito del 4 de septiembre ha acelerado las tratativas secretas y públicas por un nuevo acuerdo político de los partidos del régimen. Pero, inseguros sobre sus efectos, quieren blindarse con las Fuerzas Armadas.

Hay una pura cosa que, de verdad, les molesta a los múltiples agitadores del Rechazo.

No les importa que un hipotético territorio autónomo Kaweskar en Magallanes se declare independiente o que Bolivia logre una salida al mar a través de algún resquicio plurinacional. Tampoco les molesta la redacción; una materia en la que ellos, por lo demás, tampoco son muy brillantes que digamos.

Los derechos sociales les tienen sin cuidado y todas las demás innovaciones son, a lo más, causa de una ligera irritación.

No.

Lo que les molesta -y mucho más que si les hubiesen quitado la propiedad de su segunda vivienda para dársela a unos inmigrantes ilegales indígenas que tendrían privilegios, un sistema de justicia propia y mascotas a los que no se le podría ni decir “¡tate quieto, Rex”, porque son seres sintientes- lo que les enfada, enfurece, encocoroca entonces, es la “eliminación del Senado”.

En realidad, sólo se cambia por una especie de…, bueno, Senado, que se llamará Cámara de las Regiones.

Pero esa sutil modificación tiene un efecto.

A pesar del generoso período de transición en que seguirán rigiendo las leyes de la constitución del ’80, la mitad de los miembros de la cámara alta igual perderán cuatro años de su mandato; y todos los interesados actuales y futuros, los ocho años que pueden extenderse a sus anchas en esa augusta corporación.

Ocho años durante los cuales cada proyecto de ley debe pasar por sus manos… y bolsillos. Siempre hay alguien que tiene algún interés por acelerar, matar o modificar alguna norma. Y todos saben que en el Senado se corta el queque, por lo que ahí es donde hay que poner los incentivos.

Por eso, en el Senado, en estos días, están trabajando como nunca.

Ahora está viendo una rebaja al quórum de dos tercios (y cuatro quintos, en algunos casos) a cuatro séptimos del Congreso para la realización de reformas a la Constitución del ’80.

La idea es del senador Walker (Matías), quien hizo gancho con su colega Ximena Rincón. La movida está destinada, según observadores, a legitimar el Rechazo, en el sentido de que, así, cobrarían más verosimilitud las promesas de que, aún si fracasara la propuesta constitucional, la derecha y otros sectores harían “reformas” a la constitución pinochetista.

Suena bastante complicado.

Como siempre, las razones reales son más simples. Se trata, de nuevo, de facilitar un nuevo acuerdo nacional entre los partidos del régimen, sea cual sea el resultado del plebiscito. Alguien podría objetar: ¿por qué hay que cambiar los quórums en el parlamento, si un acuerdo supone que todos los partidos van a estar, pues, de acuerdo?

Ese el sucio secreto de este régimen. No están de acuerdo en nada, con excepción de una sola cosa: preservar su propia existencia.

La falta de consenso no se debe a divergencias políticas o ideológicas, que son y han sido irrelevantes en los últimos 30 años. No, no se ponen de acuerdo porque no saben qué hacer.

Lo único que tienen claro es que tienen miedo.

En este caso, el quórum de los cuatro séptimos tiene una razón de ser muy precisa: es la exacta medida matemática que maximiza el impacto de la escuálida representación democratacristiana en el actual Congreso.

Sus ocho diputados y cinco senadores poco pesan a la hora de sumar dos tercios. Podrían obviarse si el quórum de fuera de tres quintos; y si todo se decide por mayoría, son insignificantes. Pero cuatro séptimos, ese es punto preciso en que pueden convertirse en el fiel de la balanza. O casi.

Obviamente, el oficialismo no es tan leso como para no ver esa maniobra. Sus parlamentarios trataron de hacer tiempo para dilatar el tratamiento del proyecto en el Senado.

Pero no contaron con su líder, el presidente Gabriel Boric, quien, luego de haber sorprendido a sus partidarios con su plan para el Rechazo, declaró que “no tenemos ningún problema” con el plan de la DC y la derecha.

Y agacharon el moño.

Rincón, Walker y la derecha estaban ansiosos de cerrar el asunto este martes, pero no alcanzaron.

Había algo más urgente.

Se trata del llamado proyecto de “infraestructura crítica”, lanzado durante el gobierno de Piñera, en medio del levantamiento popular. En ese momento, los actuales partidos de gobierno no se atrevieron a tanto y le negaron su apoyo.

Ahora, la cosa es distinta. Hay que pensar en el futuro.

El proyecto había sido aprobado en ambas cámaras. Pero el Ejecutivo interpuso un veto y le puso algunas modificaciones, según el gobierno, a petición de las Fuerzas Armadas.

Básicamente, lo convirtió en un nuevo estado de excepción –“de alerta”- declarado por el presidente de la República, con un milico como jefe de defensa, sobre la base de una advertencia del “sistema de inteligencia nacional”, y que permite desplegar militares para proteger de “ataques” a instalaciones y servicios “críticos”. Requiere, luego de cumplidos 30 días, de una ratificación del Congreso.

El proyecto intenta una lata definición de qué sería la famosa infraestructura crítica. Al final, como se podía sospechar, puede ser cualquier cosa.

Lo que no define en lo más mínimo es a qué se refiere con “ataque”.

Muy decidor.

En suma, se trata de un estado, no de excepción constitucional propiamente tal, porque no restringe garantías individuales, sino de militarización.

Más llamativo aún: le otorga al llamado “sistema de inteligencia nacional”, en términos concretos a la ANI, la potestad de realizar una “alerta”, que consiguientemente debería ser seguida por el gobierno, declarando un “estado de alerta”.

Nunca mejor dicho. Porque ¡vaya! que está alerta esta gente.