El jefe de Defensa Nacional de la novena región invitó a que atacaran a sus subordinados, para que así tuvieran un pretexto legal para matar a los agresores. El domingo, el general Luis Cuellar salió a la calle a ver si alguien le había hecho caso.
Ahí lo vemos, al general, con su chaleco táctico y un fusil IWI Arad israelí, más cortito y livianito que los Famae que usan sus subordinados, dando vueltas en medio del campo.
Previamente, luego de una seguidilla de incidentes que terminaron con cuatro personas muertas, había amenazado con que habría “bajas” si alguien se enfrentaba a sus tropas. “Los invito”, señaló desafiante.
El gobierno, a través de su encargado de “macrozona” lo respaldó: “lo que hizo”, planteó Pablo Urquízar, “fue explicar el rol de las Fuerzas Armadas”.
En realidad, Cuellar no hizo nada eso.
Lo sí hizo fue señalar que, a diferencia de “otras instituciones”, los efectivos del ejército no usan “balas de fogueo” y que ante cualquier ataque responderían inmediatamente, “centrando el blanco” y disparando a matar.
Eso es interesante, porque la única institución que usa, en sus actividades diarias, balas de fogueo es el ejército. Cualquier carabinero o detective inicia su jornada con su arma de servicio cargada y sin bala en la recámara. En realidad, lo hacen como quieren: con bala pasada, sin bala pasada, con seguro, sin seguro… pero lo que no hacen es usar munición de fogueo, o sea, pura pólvora, ningún proyectil.
En cambio, los militares que cumplen servicios de vigilancia deben insertaren los cargadores de sus fusiles un cartucho de fogueo, de modo que el primer disparo sea sólo un ruido. Eso puede servir para intimidar, pero, sobre todo -y esa es la razón por que esa precaución se aplica desde hace mucho tiempo- para bajar la tasa de accidentes entre los efectivos.
Sin embargo, esa indicación es perfectamente consistente con los protocolos o, más preciso, las reglas del uso de la fuerza que rigen para el despliegue militar en estados de excepción. Esas reglas, cuyo cumplimiento es obligatorio, dicen algo muy distinto a lo que cree Cuellar, pues señalan una serie de pasos que los militares deben seguir antes de usar la fuerza letal, o sea, antes de centrar el blanco y accionar el gatillo.
Si se uno se fija bien, las declaraciones de Cuellar contravienen a la doctrina que el señaló. Y en caso de que ocurra una muerte de un civil en manos de uno de sus subordinados, no sólo le correspondería la responsabilidad del mando, sino también una de índole criminal.
Por supuesto, el decreto Nº8 del Ministerio de Defensa del 22 febrero de 2020, que fija estas reglas, es un producto típico del gobierno de Piñera. Es decir, se trata de proteger a sí mismo de acusaciones de transgredir los derechos humanos, pero deja amplio margen a los jefes de zona, como Cuellar, para que hagan de las suyas.
Pero, aun así, sería bueno, para todos, que el gobierno asesino de Piñera removiera de su cargo a Cuellar, antes de que sea muy tarde.
El presidente electo, en tanto, señaló que las amenazas de Cuellar mostraban una “completa falta de criterio”. Vaya, sí.
Pero convendría que también se diera cuenta que todo esto es un poco más grave que una pasajera ola de indignación en redes sociales por las palabras de un milico provocador.