Las escenas de pánico en la Kabul conquistada por el talibán, sólo se comparan a las efusiones de hipocresía de los defensores del imperialismo yanqui en el resto del mundo. La derrota estratégica de Estados Unidos en Afganistán y la crisis de sus pretensiones hegemónicas mundiales no ocurrió ayer.
La imagen estremecedora de centenares de personas en el aeropuerto de Kabul persiguiendo a un Boeing C-17 de la aviación estadounidense, algunas de ellas arrimadas al fuselaje y que caen tras el despegue, se ha convertido, en pocas horas, en un símbolo. Pero un símbolo ¿de qué?
¿Del abandono de las potencias imperialistas de sus antiguos empleados y asistentes afganos, que abarrotaron el aeropuerto? Nadie había pensado en ellos. La evacuación era para militares, mercenarios privados, agentes de inteligencia, diplomáticos, en suma, el personal que compone una administración colonial. Los colaboradores nativos, despreciados entre la población, también son despreciados por sus antiguos amos. Pero esa es una vieja regla, los traidores traicionados, que se ha aplicado una y otra vez a lo largo de la historia por los colonizadores.
¿Es un símbolo del horror que el talibán provoca entre la población civil en Afganistán? Ciertamente, el rechazo al emirato es mayor en las grandes ciudades. El recuerdo de su anterior dominio sobre el país -fanático y arbitrario- es especialmente repudiado en las urbes. Pero el descenso del país en la imposición, el abuso y el autoritarismo no es de ahora. Ha sido constante en una historia de guerras civiles e invasiones, que adquirió su forma moderna en la intervención de Estados Unidos a fines de la década de los ’70.
¿Es, acaso, un símbolo de la suerte que le depara a las mujeres? El fanatismo religioso del talibán predica la sumisión de las mujeres; su raíz islámica no se diferencia en eso de otras religiones. La forma particular que adquiere en Afganistán, sin embargo, está tan ligada a las supersticiones religiosas de una secta particular como a la existencia general de una forma patriarcal de organización social que prevalece en el país. Los talibanes, justamente, supieron combinar la retrógrada cultura tribal de Afganistán con un discurso religioso. Y fueron las potencias occidentales, liberales, humanitarias, respetuosas de los derechos humanos y de los derechos de las mujeres, por cierto, los que atizaron la resistencia a las medidas que buscaban liberar a las mujeres -a todas las mujeres, no sólo a aquellas más pudientes de las ciudades- de la opresión ancestral. Esa política era el centro de la revolución de abril de 1978 que el imperialismo yanqui se empeñó en destruir. Lo que logró, sin embargo, fue levantar, con incontables recursos financieros e infinitos arsenales, a los señores de la guerra, jefes feudales enfrentados los unos a los otros en guerras interminables. El talibán es el resultado político de ese enfrentamiento, la única forma en establecer un poder político a nivel nacional. Pero eso, los imperialistas también lo sabían. Los lamentos sobre la suerte del pueblo afgano -y de sus mujeres- a partir de ahora son falsos, porque ignoran su sufrimiento desde hace más de 40 años.
¿Es, entonces, la representación patética de la derrota del imperialismo estadounidense? Puede ser. Pero los invasores ya habían sufrido reveses humillantes que eran una señal cierta de que no podrían seguir ocupando Afganistán. Y todos sabían que la derrota final del régimen sostenido por Estados Unidos vendría rápidamente. El contenido de las negociaciones que abrió Donald Trump con los talibanes en 2018 ya dejaba claro que esa era el desenlace seguro. La ofensiva iniciada en 2021, que culminó ahora con la caída de Kabul, tampoco dejaba dudas a nadie sobre lo que iba a pasar. El presidente Joseph Biden reconoció hoy que el derrumbe ocurrió más rápido de lo previsto, nada más. El debilitamiento, en tanto, del imperialismo estadounidense en el mundo, no se origina con su retirada de Afganistán. Fue, más bien, su invasión, en 2002, la que, paradójicamente, lo dejó al descubierto. Es un signo de la crisis general del capital que lleva, mientras no se termine con este sistema, a penurias, sufrimiento y guerras constantes.
Si de símbolos se trata, entonces, lo único que refleja la caída de Kabul es la existencia de un orden caduco e injusto que domina a todo el mundo y que favorece a la barbarie, la violencia y la destrucción.