“No hay que ser Nelson Mandela para condenar la violencia”, declaró el vocero de gobierno, Jaime Bellolio. Pero hay que ser ministro de Piñera para lavarse la boca antes de hablar de Mandela. Aunque, pensándolo bien, ni con jabón tienen ese derecho.
De la nada, Nelson Mandela, luchador por la liberación del pueblo sudafricano, entró en el debate público.
El origen de todo fue una entrevista que la presidenta de la convención constitucional, Elisa Loncón, concedió al diario “El Mercurio”. Ella, al parecer, había declarado antes su admiración por Mandela. Así que la periodista citó al líder africano: “‘lo más fácil es romper y destruir. Los héroes son los que firman la paz y la reconstruyen.’ ¿Está dispuesta a hacer un llamado a sus hermanos mapuche para que bajen las armas y dejen de cometer atentados?”
Nelson Mandela había dirigido esa frase en 2008, cuando ya tenía 90 años, a la entonces presidenta de Liberia y posterior premio Nobel de la Paz, Ellen Johnson Sirleaf, quien había asumido el cargo luego de 20 años de guerra civil en su país. La propia Sirleaf había apoyado, en su momento, al sanguinario dictador Charles Taylor. La expresión de Mandela, quien sabía ser diplomático, tenía, entonces, un sentido bien preciso y sumamente político. Por supuesto, eso no evita que una declaración se convierta en parte de una colección de citas célebres y “correctas”. Y Nelson Mandela tiene varias entradas en ese catálogo.
Loncón, cuya admiración por Mandela quizás sólo se base en esa dimensión, la de las frases, se calificó por debajo del “estándar de Mandela” y declinó hacer el llamamiento requerido.
Eso bastó para que la derecha se lanzara en su contra con todo lo que tiene. En la propia convención fue atacada por la vociferante Marinovic, mientras constituyentes de la derecha esperaron que se aprobara un reglamento provisorio de la comisión de ética para denunciarla.
Es irónico que Loncón y el sector que la elevó a la presidencia sólo horas antes hubieran justificado que no se hicieran elecciones democráticas a la mesa de la convención para, así, asegurar la presencia de la derecha en la directiva.
Se dijo que, de ese modo, se evitaría la tendencia al “atrincheramiento” de la derecha y que “se debía escuchar a todas las voces”.
Bueno, ahora, desde su trinchera, la voz del pinochetismo dice fuerte y claro que Loncón es una apologista del terrorismo. De nada, pues.
La presidente de la convención pidió a sus críticos leer más y propuso una bibliografía de referencia. El ministro Bellolio, a su vez, declaró haber “leído mucho sobre Mandela” – agregó que, en general, lee mucho: 24 libros al año. Pero, concluyó, no hace falta seguir un estándar “superior”, como el de Mandela, sino uno básico, democrático.
Toda esta farsa retórica no tendría mayor trascendencia si es que no se pretendiera arrastrar, en el proceso, a una figura de relevancia histórica al lodo en el que se mueve toda esta gente.
¿Cuál es, en efecto, “el estándar de Nelson Mandela?”
Primero: un hombre que no se doblegó nunca. Mandela estuvo preso durante 27 años, en que sus enemigos buscaron quebrarlo. Lo hicieron con castigos y torturas, lo hicieron con ofertas y promesas. Mandela nunca cedió, nunca concedió nada.
Segundo: un hombre que comprendió que la lucha del pueblo por su liberación no admite condicionamientos, acuerdos espurios o sometimientos. Por eso impulsó, junto a la dirigencia del Congreso Nacional Africano, la organización de la lucha popular en contra del régimen racista mediante un cuerpo armado, Umkhonto we Sizwe, “la lanza de la nación”. Hombres y mujeres, blancos y negros, africanos, indios, boers, inmigrantes europeos, se enfrentaron directamente a un enemigo implacable, con las armas en la mano. Golpearon a la policía del régimen, ajusticiaron a carceleros y torturadores, bombardearon sus instalaciones y sedes, y mantuvieron viva la lucha popular.
Tercero: un líder que siempre aclaró que la vía política para terminar con el apartheid estuvo fundada en la lucha, por todos los medios necesarios, en contra del enemigo. Mandela reconoció la importancia histórica de la victoria de Angola y las fuerzas internacionalistas cubanas en la batalla de Cuito Canavale, en 1988. Una guerra de liberación había herido de muerte al régimen. Mientras, en las poblaciones de las grandes ciudades, el pueblo sudafricano intensificó su lucha.
Los racistas ofrecieron, durante ese período, en reiteradas oportunidades, a Mandela la salida de la cárcel y la apertura de negociaciones. La única condición que ponían los Botha y de Klerk era que “llamara a sus hermanos a abandonar las armas”.
Mandela siempre se negó a eso.
El día en que, finalmente, dejó, con la frente en alto y victorioso, el penal de Victor Verster; el día en que su pueblo lo vio, en su inmensa mayoría, por primera vez, pues la divulgación de su fotografía había sido declarada un delito; ese día, entonces, Mandela declaró que “aún existen las razones para la lucha armada. No hay otra opción a seguir.”
En La Habana, el 26 de julio de 1991, aniversario de la toma del cuartel Moncada, Mandela explicó que “aunque nos alzamos en armas, no fue esa la opción de nuestra preferencia. Fue el régimen del apartheid el que nos obligó a tomar las armas.” Y agregó que “tenemos motivos para pensar que aún no hemos logrado que el gobierno entienda esta posición y les advertimos que si no escuchan tendremos que usar nuestra fuerza para convencerlos. Esa fuerza es la fuerza del pueblo y en última instancia sabemos que las masas no solo exigirán, sino que ganarán sus plenos derechos en una Sudáfrica no racista, no sexista y democrática.”
He aquí el estándar de Mandela.
No sabemos si la señora Loncón lo conoce.
Lo que sí sabemos es que los vociferantes continuadores del pinochetismo no tienen derecho alguno de invocar a Mandela. Ellos pertenecen a aquella caterva que combate a los pueblos. Son los seguidores de quienes se aliaron al apartheid, que intercambiaron instructores en tortura y represión, quienes se defendieron mutuamente, quienes enviaron a personal de la FACH para que les asistiera en sus operaciones en Angola.
Fueron, como siempre, derrotados.
En verdad, deberían leer más o, simplemente, aprender una cosa: los pueblos siempre vencen.