El nuevo presidente de Perú asume sus funciones en medio de la catástrofe social y económica de la pandemia, la crisis política de un régimen en ruinas, las maniobras y la hostilidad abierta de la oligarquía y los condicionamientos de las potencias externas. Sólo si cumple su promesa de un “gobierno con el pueblo y para el pueblo”, Pedro Castillo podrá sobrevivir el reto que enfrenta.
La ceremonia de asunción presidencial en Lima se realizó sin accidentes y de acuerdo al protocolo. Pero su ejecución reflejó las contradicciones políticas que pesan sobre el país.
El antecesor de Castillo, Francisco Sagasti, tuvo que dejar la banda presidencial a las puertas de la sede legislativa. Legalmente ya no era presidente y su mandato de congresista, que le permitió asumir como gobernante interino en medio de una revuelta popular, ya había cesado. Un edecán recibió el símbolo y lo entró al hemiciclo que ha representado, desde hace ya más de una década, la verdadera cabeza del poder político en el Perú, la fuente de regeneración de gobiernos depuestos por corrupción, intrigas y amenazas de golpe, una y otra vez.
El nuevo presidente no renunció a su sombrero de palma para enfrentarse a un parlamento que le es ampliamente adverso. Su partido, Perú Libre, ascendió a la primera minoría en las elecciones del 11 de abril, que le dieron a Castillo una ventaja en la primera vuelta presidencial. Pero la suma de las bancadas opositoras será suficiente para detener sus iniciativas legislativas. Incluso, pueden amenazar con iniciar un proceso de destitución como los realizados en contra de dos de sus antecesores. Los aliados de Castillo a su derecha, Somos Perú y el Frente Amplio, no son confiables y pretenderán ejercer una injerencia importante en la política gubernamental.
Los jefes de Estado que asistieron a la ceremonia representan una variedad también contradictoria. Dos presidentes derechistas, arrinconados por la presión popular, Duque y Piñera; dos ostensibles aliados del nuevo gobierno, Arce y Fernández, de Bolivia y Argentina, respectivamente. Uruguay y Brasil sólo enviaron a vicepresidentes. Bolsonaro se había quejado de la victoria de Castillo, a quien calificó, en clave conspiranoica de la ultraderecha, de “hombre del Foro de Sao Paulo”. Estados Unidos se hizo presente con un miembro irrelevante e impertinente del gabinete del presidente Joseph Biden, el secretario de Educación, Miguel Cardona; era una manera diplomática, pero inconfundible, de mostrar distancia política.
Entre los invitados internacionales, dos personas sin poder formal o real, según como se mire. Uno era Evo Morales, que se integró como uno más al grupo de gobernantes, a pesar de su falta de investidura. Y el otro, el rey de España. Felipe, sin duda, debió estremecerse ante la mención de Castillo, en su discurso inaugural, a los “felipillos”, despreciable categoría de la historia peruana. Pero no se trataba de un desdén personal al monarca, sólo a un alcance de nombre: Felipe era un traductor, del pueblo tallán, que sirvió a los conquistadores y se convirtió, debido a sus oscuros manejos, en sinónimo de traidor, tanto para los oprimidos como para los opresores
Hubo, sin embargo, otros gestos que debieron recordar al monarca que el bicentenario de la independencia es la celebración de la liberación del coloniaje de la corona española. Castillo declaró que no gobernaría desde la sede de la presidencia, el palacio de Pizarro, y que convertiría el lugar en un museo.
El discurso de Castillo correspondió, fundamentalmente, a una serie de medidas sociales para enfrentar la emergencia sanitaria y económica. Muchas de ellas eran conocidas desde la campaña. Las más importantes -y conflictivas- sin embargo, como la recuperación de los recursos naturales, las expuso en el tono defensivo que adoptó durante la tensa espera que medió entre la segunda vuelta electoral y la confirmación de su triunfo.
Los reportes de prensa, sobre todo de los corresponsales extranjeros, se centraron en los intentos de Castillo de disipar la campaña en su contra, que lo acusaba, entre otras cosas, de querer expropiarle casas a los limeños pudientes para dárselas a los ronderos del campo. Las garantías de Castillo, no obstante, poco le sirven al capital extranjero e interno. Éste espera ver quiénes van a componer su gobierno. Creen que un equipo continuista podrá neutralizar al nuevo presidente y a su partido, Perú Libre. El economista Pedro Francke es el favorito del régimen como responsable del área económica.
Castillo, sin embargo, no satisfizo las expectativas hoy. La conformación del gabinete se maneja en medio de múltiples y contradictorios rumores, lo que es una indicación, tanto de las presiones políticas que enfrenta, como de la reserva en que se evalúan los nombres. La decisión será dada a conocer el jueves en un acto popular en Ayacucho, cuando jure el primer ministro. El resto de los secretarios de Estado asumirán el viernes, en Lima.
Menos atención entre los observadores externos recibieron otras iniciativas de Castillo, una anexa y otra fundamental. La primera es su plan de extender el movimiento de los ronderos a todo el país, como un mecanismo de autodefensa popular ante el delito y de “fiscalización de las autoridades”, según dijo el nuevo presidente. La segunda es el gran objetivo declarado del gobierno de Castillo. Pero entre los congresistas y los representantes del régimen peruano hay claridad en que se convertirá en una batalla política decisiva: la convocatoria a una asamblea constituyente “plurinacional, popular y con paridad de género”.
Es evidente que el ejemplo de Chile ha alimentado, también en Perú, la expectativa de una vía democrática de transformaciones.
Pero los cambios sólo los puede hacer el pueblo. Y sus dirigentes nunca deben olvidar ese principio. La promesa de Pedro Castillo, profesor rural, cristiano, rondero, sindicalista, de “no defraudar” a ese pueblo, sólo la podrá cumplir con una lealtad incondicional a los derechos, demandas y luchas de ese mismo pueblo.