En contra de los pronósticos, Donald Trump logró imponerse en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. No sólo superó a Kamala Harris en el colegio electoral, sino que, además obtuvo una mayoría de los votos a nivel nacional. Su futuro gobierno promoverá, si es posible, más caos y una profundización de la crisis mundial. Pero eso no habría sido muy diferente con Harris.
Cuando una de las operadoras de la campaña de Kamala Harris se acercó al micrófono para dar un breve mensaje a la multitud que se había congregado en la universidad de Howard, en la capital Washington, ya estaba todo bastante claro. “La vicepresidenta no les hablará esta noche; hablará mañana”, dijo y se fue, al igual que los asistentes al acto que debían celebrar una victoria que había sido predicha por las encuestas y la prensa.
En ese momento, los resultados en los estados decisivos todavía se estaban contando. Pero ya se veía un patrón en Pensilvania, Georgia, Wisconsin, Michigan y los demás estados en disputa. Trump aumentaba, en el margen, su votación en las zonas de predominio republicano, y mejoraba su desempeño, también en el margen, en las grandes ciudades, bastiones de los demócratas.
Pero más importante, aunque sin relevancia en la democracia de Estados Unidos, simplemente tenía más votos que Kamala Harris en todo el país.
Para Trump, se cierra así, por el momento, una carrera que comenzó en 2016 con la conquista de la presidencia, que fue seguida de acusaciones de alta traición y un juicio político, una derrota en los comicios parlamentarios de 2018, una ola masivas de protestas populares, una pandemia catastrófica, una estrecha derrota electoral, una crisis política que culminó con la toma del Capitolio, un segundo juicio político, su enjuiciamiento en múltiples causas criminales, una nueva candidatura, un intento de asesinato y una segunda victoria electoral.
Así como la campaña de Trump reiteró su método de las provocaciones y la agresión, su primera presidencia estuvo marcada por las pugnas internas, sus choques con los mandos militares y los servicios secretos que lo acusaron abiertamente de ser el agente de una potencia extranjera enemiga.
En esta ocasión, Trump dijo que, simplemente, volvería atrás en el tiempo, a su mandato de 2017-2021.
Sin embargo, el tiempo avanza, no retrocede. Sus políticas, la guerra económica en contra de otras potencias imperialistas y en contra de China, se consolidaron bajo la presidencia de Biden.
Trump promete ahora que quiere detener las guerras. Eso, sin duda, interpeló a muchos de sus electores, incluyendo a estadounidenses de origen árabe que esperan que su gobierno morigere la campaña genocida de Israel en contra de los palestinos y el Líbano.
El mundo, también, observa con atención si una administración Trump promoverá el fin del enfrentamiento de la OTAN con Rusia.
Pero la tendencia a las guerras es inherente a la crisis actual. Las intenciones de Trump, ni las de ningún gobernante, podrán imponerse a las fuerzas motrices que desgarran al mundo. El futuro presidente de la principal potencia imperialista, acaso, sólo podrá acelerar ese proceso.
Son los pueblos, y sólo los pueblos, también el de los Estados Unidos de América, los que le pueden dar una dirección distinta al mundo.