Como en las series de Netflix, cuando la cosa empieza a volverse fome, de repente aparece un aparatoso vuelco dramático. La historia sigue igual, pero el público se impresiona por un rato. Es lo que ocurrió en el último episodio del caso Hermosilla.
El momento mismo fue algo confuso. La jueza Mariana Leighton, que había decretado prisión preventiva para Luis Hermosilla y Leonarda Villalobos, se había distraído.
El motivo fue una escena peculiar: la imputada Villalobos, a punto de ser esposada por los gendarmes, debía desprenderse de sus joyas. O, como lo llamó su abogado, se estaba desalhajando.
En medio de todo eso, no había quedado claro a dónde iba ir presa.
¿Al COF, de avenida Vicuña Mackenna, con las mulas y jefas narco, a la Capitán Yáber -habría que ver con Gendarmería, dijo la jueza, porque no es para mujeres- o a un módulo especial de la Cárcel de San Miguel, frente a Madeco?
Al final, parece que la magistrada había accedido a la petición de la defensa.
El destino exacto de Hermosilla, en tanto, había quedado en el limbo. ¿Iba a ir, como había pedido, a la Capitán Yáber, antiguo centro de detención de choferes curados y deudores de alimentos, y actual cárcel VIP, o no?
Y ahí es cuando el abogado de Hermosilla, su hermano Juan Pablo, se equivocó.
En vez de pedir, simplemente, que el detenido esperara en el Centro de Justicia hasta que Gendarmería hiciera su informe, le exigió a la jueza que adelantara una audiencia, que ella había fijado para dos semanas más y en la que se iban a revisar las respuestas de Gendarmería a las solicitudes de las defensas.
Leighton, que ya estaba bien tostada con el abogado, le respondió que no. La fecha la fijaba el sistema y no ella, y que todo eso era culpa de él, igual, por dárselas de Perry Mason y alargar la formalización con discursos sobre “los principios del derecho” que a nadie le interesaban. Al menos, no a ella.
Y así fue como Luis Hermosilla terminó en el patio de los violadores de Santiago I, por una noche.
Obviamente, en la mañana siguiente, la jueza canceló su famosa audiencia -los informes habían llegado en la tarde del día anterior- y Hermosilla fue enviado a dónde va la gente como él: anexo Capitán Yáber.
Ese pequeño episodio, sin embargo, terminó por desordenarlo todo.
Los Hermosilla sabían, por supuesto, que Luis, el abogado de la UDI y de Piñera, el compinche de Chadwick y -esa era la razón precisa en este caso- co-estafador en la maquinaria fraudulenta de Factop, iba quedar preso.
Eso estaba escrito.
Lo que no se esperaban era que no se cumplieran ciertos códigos.
El primero en romper las costumbres mafiosas del régimen fue el presidente de la República. Retrasó un acto público para ver, por internet, el desenlace de la audiencia de formalización. Cuando se subió al escenario, el mandatario estaba entero excitado.
“Permítanme decir una pequeña cosita de contingencia antes de partir con lo que nos convoca”, señaló. “Acaban de enviar a la cárcel, a prisión preventiva, a un señor que se creía todopoderoso, al señor Hermosilla”, le dijo al público, que estalló en aplausos.
Y ahí es cuando es equivocó Boric.
Resulta que Hermosilla no se creía todopoderoso. Será malo, pero no estúpido. Sabía que la fracción de poder que le tocó es sólo derivada o relativa, en este caso,a su función de operador de ciertos intereses políticos que van, como sabemos, desde la UDI, Piñera, etc., etc., hasta el actual gobierno.
Y el proceso en su contra, no es un juicio a “a la corrupción y el tráfico de influencias”, como indicó Boric, sino el sacrificio -espectacular, es cierto- para proteger los nexos internos del régimen político.
Y eso vale un canazo.
Pero, al menos en el criterio de su defensor, Juan Pablo Hermosilla, eso no autoriza transgredir algunas reglas no escritas, las mismas que rigen a los códigos entre mafiosos.
Lo interesante es que, para Juan Pablo Hermosilla, esas normas tácitas, que sólo los entendidos conocen, son absolutamente coincidentes con lo prescrito en la constitución y las leyes.
“Ya estamos como en Venezuela”, sin “separación de poderes” o como “en dictadura”, exclamó, debido a la “interferencia del gobierno” en una causa judicial. Y todo por una “pequeña ventaja política”.
La mejor parte la reservó para el ministro de Justicia, Luis Cordero. “¿Dónde estuvo durante la dictadura?”, preguntó, desafiante. “¿Dónde fue a la universidad?”, inquirió, apuntando al punto débil de Cordero, su paso por la, más bien piñufla, Universidad de la República.
Todos se conocen, obviamente, y sus respectivas yayas.
Para concluir su reclamo, Hermosilla lanzó o, algo menos, amenazó con una bomba atómica, pero táctica, tamaño Hiroshima, no más que eso.
Va a pedir, anunció, la copia de los mensajes contenidos en el celular de su hermano y los va a publicar todos, de una vez. A ver sí así terminan las filtraciones interesadas, declaró.
A lo que apunta Hermosilla es a la guerra interna en Poder Judicial, alimentada por las revelaciones de los chats Luis Hermosilla. La última es que éste se habría confabulado con el fiscal Manuel Guerra para conseguir una “sala favorable” (en la Corte de Apelaciones) para el ex jefe de la PDI, Héctor Espinosa.
Todo el mundo, como es natural, se fija en Espinosa y Guerra, el fiscal que tapó los casos Penta y los que afectaban a Piñera, Dominga y Exalmar, entre otras fechorías.
Pero el verdadero foco de las filtraciones son los jueces que estaban ligados, a través de Hermosilla, con el gobierno de Piñera y otros factores de poder.
Y el filtrador, el que escoge unos mensajes y esconde los otros -no hay que adivinar mucho- es el fiscal nacional, Ángel Valencia, quien responde, al igual que el ministro Cordero, a una de las facciones judiciales.
Valencia, ya lo sabemos, debe su nombramiento, al pacto político entre Boric y Piñera.
El reclamo del Juan Pablo Hermosilla es muy sencillo: no le pongan más causas a Luis.
Ese era el acuerdo.
Por eso, el cohecho del otro jefe de la PDI se ve en una causa en que Hermosilla es sólo testigo; y, por eso, también la estafa financiera de Factop tampoco lo involucra. Un ejercicio notable de abstracción.
Si sólo se considera el papel que jugó Hermosilla, durante el gobierno de Piñera, en el diseño judicial de las medidas represivas en contra de las movilizaciones populares y las organizaciones mapuche, y su exacta continuidad en el actual gobierno, cabe concluir que, por esta vez, los argumentos de Juan Pablo Hermosilla sí habrán persuadido a sus interlocutores.
Si no la constitución y las leyes, los derechos fundamentales y todo eso, al menos que rija la omertá, o sea, “hay que morir piola”.
Aunque, como vamos aprendiendo, para la burguesía, una cosa es la misma que la otra.