Los “demócratas” -los “puros”, “de primera hora” y los “occidentales”- ya recibieron su notificación. El estado venezolano cerró la controversia de las elecciones presidenciales con un fallo del Tribunal Supremo de Justicia. Ahora, la lucha por el poder deberá manifestarse con su verdadero contenido.
Los magistrados fallaron exactamente como se esperaba, según su alineación política. Al considerar los complicados reclamos de irregularidades en las actas, votos mal computados, la intervención de bandas para impedir el escrutinio, y diversas impugnaciones legales que buscaban asegurar el respeto a la integridad de los sufragios, decidieron, sin más, adjudicar la elección a su candidato preferido.
Estamos hablando, por supuesto, de la Corte Suprema de Estados Unidos, que, en diciembre del año 2000, desechó los reclamos del candidato demócrata Al Gore y proclamó a George W. Bush como ganador de las elecciones. Sólo faltaba que el Colegio Electoral, en el que los republicanos tendrían una mayoría, gracias a los disputados 25 votos del estado de Florida, ratificara a Bush como presidente electo.
La decisión de la sala electoral del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela (TSJ) tiene un efecto equivalente, aunque todos los demás factores sean distintos: cierra el caso.
Los jueces decidieron que, luego de un peritaje de la documentación aportada por el Consejo Nacional Electoral (CNE) y por los propios candidatos, Nicolás Maduro ganó la elección del 28 de julio.
Sólo un competidor, Edmundo González Urrutia, no compareció ante el tribunal ni presentó las pruebas que acreditarían su supuesta, arrolladora, victoria. Sí lo hicieron los partidos que lo postularon. Pero éstos declararon que ellos no tenían acceso, ni habían reunido, acopiado, clasificado, ni, en fin, contado, las copias de las actas que recibieron sus apoderados, en cado uno de los centros votación.
En su respuesta a la sentencia del tribunal, González Urrutia no insistió en el relato de que esas copias de las actas demostraban que él era el ganador de las elecciones. Al contrario, centró sus objeciones en la supuesta falta de jurisdicción del TSJ. Y, asombrosamente, postuló que sólo ¡el CNE! tenía facultades para dirimir el controvertido resultado de la elección.
Las actas divulgadas en internet por la oposición ya habían sido, en todo caso, ampliamente desacreditadas: eran ilegibles, faltaban las firmas, habían sido derechamente falsificadas, y, por cierto, no estaban todas las que decían tener.
El otro cuestionamiento al fallo era de esperar: los jueces son partidarios del régimen.
Eso es cierto, del mismo modo en que los son en todos los países, dependiendo de las circunstancias políticas. Hay gobiernos que se enfrentan a magistrados opositores. E, incluso, hay magistraturas “independientes”, pero en el sentido de que tienen su propia orientación política, minoritaria, quizás, en la sociedad, pero de un poder concentrado en los estrados.
Es cierto también, probablemente, que el CNE no esté en condiciones de cumplir con las exigencias de países extranjeros de someter la documentación que posee a su escrutinio, por supuesto, muy “independiente”.
Es la misma situación en que se encontró el presidente Evo Morales en 2019, cuando la OEA, Estados Unidos, la Unión Europea y el entonces grupo de Lima de gobiernos derechistas de la región, le exigían algo análogo.
Evo, entonces, cedió a la presión y propuso la realización de nuevas elecciones. Esa concesión fue su perdición: horas después fue derrocado. Su triunfo en primera vuelta, estrecho (respecto al umbral de una ventaja de más del 10% de los votos sobre segundo candidato más votado), pero real, sólo fue vindicado años después.
Para entonces, ya era muy tarde. Los robos, las masacres, el intento de imponer a la fuerza un régimen anti-popular, ya habían ocurrido.
El presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, también sabe de estos problemas. En 2022, se presentó a las elecciones con un abrumador apoyo en las encuestas. La primera vuelta ratificó esa ventaja, al arañar el 50% de los votos.
En la segunda vuelta, sin embargo, y pese a recibir el apoyo de la mayoría demás candidatos, sólo sumó tres millones de votos; Jair Bolsonaro, sorpresivamente, aumentó su respaldo en más de 8 millones votos. El resultado final fue de 50,9% a favor de Lula vs. un 49,1% para Bolsonaro. Sus partidarios impugnaron las elecciones y apuntaron a irregularidades en algunas máquinas de votación. De invalidarse esos escrutinios, sostenían, Bolsonaro obtendría el 51%.
Fue la justicia -que, decepcionada de Bolsonaro, había cambiado de orientación- la que desechó, sin más, esos reclamos y cerró, en efecto, las elecciones. No hubo una “prueba” o “verificación” de que aquellas máquinas no hubieran sido manipuladas.
Es la misma justicia, por cierto, que le había impedido a Lula cuatro años antes presentarse a unas elecciones en las que era el favorito. Lo hizo mediante el expediente de mandarlo a la cárcel.
La democracia burguesa es así.
Funciona “mejor” en los sistemas parlamentarios, como en Europa, porque la representación otorgada a los distintos partidos equilibra el conflicto político con compensaciones, componendas y coaliciones.
Y es más complicada en aquellos países, como en la mayoría del continente americano, en que, en la elección de un presidente, los bandos enfrentados realizan un juego de todo o nada.
Sólo funciona si los contendientes así lo quieren. En Estados Unidos, al carecer de uniformidad, de garantías elementales, de órganos imparciales, las elecciones cierran cuando el presunto perdedor reconoce su derrota o, como ya vimos, cuando la justicia arregla el entuerto.
Y Venezuela es una democracia burguesa.
Su particularidad es que el chavismo tiene, pese a todo, suficiente respaldo como para no ceder a las presiones externas. Y eso, consiguientemente, lleva a la que la oposición, cuando es dominada, como ahora, por los sectores más reaccionarios, no cese en su intento de conquistar el poder por todos los medios.
Llamar a eso “dictadura”, como lo hizo en reacción al fallo del TSJ, un -para variar- agitado Gabriel Boric es -entre muchas otras cosas, sobre las que no vale la pena explayarse ahora- sobre todo, una muestra de ingenuidad, ya sea propia o como apelación a la naïvité ajena.
Porque ¿cómo se podría calificar, por ejemplo, a un mandatario que se presentó con una determinada postura a los comicios, sólo para después cambiarla fundamentalmente, incluso adoptando las posiciones de su oponente?
¿Es eso una dictadura? ¿No le robaron, acaso, el voto a quienes sufragaron por ese gobernante? ¿Qué opina de eso, señor Boric? O, acaso, ¿no da, más o menos, lo mismo por quién votar, porque las decisiones las toman otros, que nadie eligió y que se esconden, burgueses como son, detrás de la “democracia”?
¿No es eso una dictadura?
No; al menos no en ese sentido del término.
Todo eso es la democracia burguesa.
Los que sí quieren imponer una dictadura, en cambio, son las fuerzas políticas que siguen hoy a Machado en Venezuela. Como todos los dictadores, desde luego, se atribuyen un respaldo mayoritario de la población. Y como muchos dictadores, algún tipo de apoyo, efectivamente, tienen. Y en este caso, especialmente, el de potencias y gobiernos extranjeros que son sumisos a los intereses de esas potencias.
Lo que pasa es que, hoy por hoy, no pueden, nomás. Eso es todo.
En una de esas lo logran. Pero, para eso, tendrán que desatar la guerra civil, el golpe, la intervención extranjera con la que amenazan.
Porque en lo otro, el caso está cerrado.