Una carta
Las cínicas

Señora Isabel Amor, ordinariamente, no le habríamos escrito ni nos habríamos interesado en su “caso”. El conflicto en el cual usted es la protagonista es sólo una disputa por un cargo. ¿Qué tenemos que ver nosotros con esas cosas? Se trata de pelea a la que nosotros no estamos invitados. Sabemos que los contendientes, eventualmente, se abuenarán, y nosotros, si tomamos un bando, quedaremos marcados.

9 de septiembre de 2024

Sra. Isabel Amor

Presente

Ordinariamente, no le habríamos escrito ni nos habríamos interesado en su “caso”. El conflicto en el cual usted es la protagonista es sólo una disputa por un cargo. ¿Qué tenemos que ver nosotros con esas cosas?

Se trata de una pelea a la que nosotros no estamos invitados.

Sabemos que los contendientes, eventualmente, se abuenarán, y nosotros, si tomamos un bando, quedaremos marcados.

El histerismo que exhiben sus defensores (“¡deleznable!”, “¡una injusticia que grita al cielo!”), como la pedantería de sus detractores (“la subjetividad debe subordinarse a los deberes funcionarios”), son los registros acostumbrados de los representantes del régimen. Tampoco merecen, normalmente, comentario alguno.

El cinismo que caracteriza a los defensores de este régimen es una condición permanente. No se puede, sin faltar a otras obligaciones -y sin rebajarse a ese nivel-, denunciarlo todo el tiempo.

Pero usted, señora Amor, a puro tesón, venció nuestra reticencia.

Está usted, literalmente, en todos los canales, en todas las radios, en todos los diarios, imponiéndonos lo que usted describe, en el fondo, como un problema moral.

Usted dice que ha sido víctima de una gran injusticia. El Estado, a través de funcionarias del actual gobierno, le quiso obligar a que “deje de querer” a su propio padre. Como no lo lograron, la despidieron de su cargo, recién asumido, de directora regional del Sernam de Los Ríos.

Está en “la esencia de los derechos humanos”, argumenta usted, que los hijos no deban pagar por los crímenes de sus padres. Cada individuo es responsable sólo de sus propios actos, concluye usted. Y afirma que su destitución es una vulneración de esos mismos derechos fundamentales o, incluso, de las premisas sobre las que descansan los derechos humanos.

Pero ¿quién es su padre?

Para usted, es una persona que la formó, la cuidó, le financió los estudios universitarios que le permitieron optar, justamente, a distintos cargos, en la Fundación Iguales, en el Instituto Nacional de Derechos Humanos, y, por supuesto, en el Sernam. Pero también, agrega, es una persona de concepciones muy conservadoras. No “comprendió”, explica usted, por ejemplo, su orientación sexual.

Y es, en sus palabras, una persona que fue condenada, en una “sentencia firme y ejecutoriada” de la Corte Suprema, por “violaciones a los derechos humanos”.

Usted, señora Amor, se declara una “defensora de los derechos humanos” y sostiene que “respeta” el fallo definitivo de la justicia. En eso, dice usted, “no me pierdo”.

Los que sí se pierden, sin embargo, son quienes han debido escuchar lo que usted ha señalado en sus innumerables pronunciamientos públicos, empezando por una entrevista en el diario El Mercurio.

Porque usted, señora Isabel Amor, miente.

Usted afirma que su padre fue condenado por la Corte Suprema de Justicia como encubridor en un caso, el del secuestro calificado -lo que lo “califica”, son, entre otros factores, las salvajes torturas infligidas a la víctima- del militante comunista Luis Corvalán Castillo. Los tormentos a los que fue sometido fueron tan severos que, luego de su paso por el Estadio Nacional y el campo de concentración de Chacabuco, murió a los pocos años, en el exilio.

Usted dice también que la acción por la que fue castigado su padre es “no haber denunciado los hechos”. En ese sentido, sería un encubridor. Además, dice que “le cree” a su padre, en el sentido de que él “no hizo nada”, lo que sería consistente con lo expuesto en la sentencia judicial.

Todo eso es mentira, señora Amor.

Manuel Antonio Amor Lillo, teniente coronel de sanidad en retiro, su padre, pues, fue condenado a la pena de tres años y un día, como cómplice de ese, único, delito mencionado.

Fue cómplice porque los jueces consideraron que él, “al desempeñarse como médico en el recinto velódromo, lugar que precisamente es sindicado como aquel en que se aplicaban torturas a los detenidos, facilitó y cooperó en la ejecución de los hechos por actos simultáneos”.

Lo que su padre declaró en el juicio, fue que él fue comandado a trabajar en un hospital de campaña emplazado en el Estadio Nacional, justamente en el sector del velódromo. Allí, se realizaban las sesiones de tortura que eran asistidas por médicos que guiaban a los esbirros en cómo realizar de manera más eficiente los tormentos.

Su padre declaró que él simplemente trabajó allí con otros médicos, cuyos nombres no recuerda, y que no vio ni escuchó nada.

Ocultó, en su atestado, el hecho de que él era jefe del mentado “hospital de campaña”, algo que se estableció por las declaraciones de otros acusados y la documentación del Estado Mayor del Ejército.

¿Por qué miente usted, señora Amor?

Nosotros sabemos por qué. Usted miente porque la condena impuesta a la inmunda bestia que es su padre -una pena irrisoria, que cumple en libertad- no es una expresión de justicia.

Es una manifestación de impunidad.

Vea, señora Amor, los crímenes cometidos en contra del pueblo no fueron individuales. Fueron realizado organizadamente y con propósito específico: destruir la capacidad de lucha del pueblo chileno.

El teniente coronel médico Amor Lillo, en cambio, no fue acusado por su parte en ese empeño. Fue, tal como usted lo pide, señora Amor, juzgado individualmente, por un caso, entre centenares y miles de los que es igualmente culpable su padre.

No sabemos, lo decimos con sinceridad, cómo se procesa algo así, cómo un hijo o hija se enfrenta a esa realidad, cómo comprende que, detrás de la existencia pequeño-burguesa que la formó a usted, se esconde un animal, sediento de sangre, e imbuido de miedo y odio.

Sólo sabemos, señora Isabel, que usted maneja ese drama con el cinismo que caracteriza al grupo de la sociedad al cual usted pertenece. No es el de su clase, sino de aquella fracción de ella que se ha concentrado en el manejo del Estado y de sus órganos.

Por eso se permite mentir.

Porque sabe que nadie, ni los periodistas que la interrogan con conmiseración y cuidado, ni las ministras, ni las funcionarias, como, por ejemplo, la directora del INDH, que la defendió cuando se le enrostraron sus mentiras, ninguno de ellos, entonces, la va a desmentir.

Porque todas y todos participan de ese mismo cinismo.

Tiene usted razón en una cosa. No debieron haberla despedido las mismas personas que la nombraron y que sabían perfectamente quién y qué era usted. Esas amigas suyas, las mismas que la celebraron y elevaron, a la hora de evitarse problemas, simplemente, la cortaron. Su destitución coincide con el descubrimiento del cinismo con que este gobierno pretende hacer negociados con el llamado “plan de búsqueda” de los detenidos-desaparecidos.

Le pagaron a usted, en suma, con el mismo cinismo suyo.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk intentó llegar al fondo de ese concepto que viene de la palabra griega de “perro”. Distingue entre los cínicos de la antigüedad (él los llama quínicos) y los contemporáneos. Los primeros abogaban por una vida sencilla, sin riquezas, y se reían de los poderosos, como Diógenes. Cuando Alejandro Magno visitó al filósofo, le ofreció “pídeme lo que quieras”. Diógenes, “el perro”, o sea, el quínico, le respondió simplemente: “córrete, que me estás tapando el sol”.

Nuestros cínicos actuales, según Sloterdijk, invierten el enfoque: “el cinismo de los amos es una irreverencia que ha cambiado de bando. Ya no es David quien desafía a Goliat, sino los Goliat de todos los tiempos -desde los arrogantes reyes guerreros asirios hasta la burocracia moderna- les muestran a los David valientes, pero inviables, quién está arriba y quién, abajo”.

Señora Amor, permítanos responder como lo harían los perros antiguos al problema moral que usted plantea.

¿Debe usted ser perjudicada por el hecho de ser hija de unas de esas hienas que asolan nuestro país?

La verdad es que esos cuasi canes ya nos han ocupado bastante. Querámoslo o no, hemos estado muy pendientes de lo que hacen y dejan de hacer. A muchos compatriotas les aparecen, en ocasiones, hasta en las pesadillas. Sería un abuso, señora, que, además, debamos considerar ahora la suerte de su prole. ¿Entiende?

Nuestro veredicto moral es que no nos interesa su problema.

Córrase, que usted y todas sus amigas nos están tapando el sol.