Dos personas murieron en un intento de asesinato al ex presidente Donald Trump durante un acto de campaña. La mayor democracia brinda al mundo una nueva lección de la salud de sus instituciones.
Este acto era importante. Su ubicación, en la localidad de Butler, a medio camino entre los suburbios de Pittsburgh, la tradicional metrópolis industrial de Estados Unidos, y las zonas rurales del estado Pensilvania había sido escogido con cuidado por los operadores de la campaña republicana.
Pero aún más importante que el lugar, era el momento. Era el primer mitin masivo de Trump luego del debate televisivo que había lanzado al campo de su oponente, el presidente Joseph Biden, en una crisis monumental.
En una rara muestra de disciplina, Trump se había impuesto un voto de silencio. No interrumpas a tu enemigo cuando se está equivocando: es una máxima atribuida a Napoleón Bonaparte, que, en este caso, funcionó con especial eficacia.
Sólo cuando quedó claro que Biden y su círculo habían logrado resistir el primer embate de quienes exigían que abandonara su intento de reelección, Trump decidió reaparecer, a dos días de la convención del Partido Republicano en que será oficialmente proclamada su candidatura a la presidencia.
El pódium estaba emplazado en un parque de diversiones rural, que incluye un pequeño aeropuerto. Trump comenzó su discurso denunciando la “ola de inmigrantes ilegales”. Mientras explicaba un gráfico que se proyectaba en una pantalla gigante (“esa flecha que baja, eso fue durante mi gobierno”), se escucha el sonido seco de un disparo. Trump hace una pequeña exclamación y se toca la cabeza, mientras se escuchan otros dos tiros.
Mientras sus guardaespaldas lo rodean y lo empujan hacia el piso, ocurren más disparos. Después de un breve lapso, los agentes del Servicio Secreto, la agencia que brinda protección a los presidentes, ex mandatarios y a los principales candidatos, intentaron sacar a Trump del escenario. Sin embargo, el candidato puso sus objeciones. Primero reclamó por sus zapatos, que se le habían perdido en la batahola. Después ordenó a sus guardias: “¡esperen, esperen!”.
Y éstos, contraviniendo todos los procedimientos que deben aplicar en estas situaciones, obedecieron.
Trump logró liberar su brazo de los agentes que lo cubrían, se volteó a sus seguidores y, desafiante, levantó su puño, mientras gritaba varias veces un silente “fuck!”.
Esa imagen, captada por los fotógrafos ubicados, literalmente, a sus pies, coronó la escena que, con variaciones, ha sido imaginada en centenares de películas de Hollywood.
Mientras la prensa aún informaba de un “incidente” debido a unos “fuertes estruendos” durante el acto de Trump, ya circulaban en redes sociales las imágenes del presunto agresor, que yacía muerto en el techo de un galpón adyacente.
Un asistente al acto que estaba sentado en el pódium también murió de un disparo a la cabeza; no se sabe si del francotirador o de las fuerzas de seguridad. Otras dos personas resultaron gravemente heridas.
Un testigo entrevistado por la cadena británica BBC relató como vio a un hombre con un fusil y vestimenta ajustada subirse a la bodega industrial. Según su relato, trató de alertar a los policías que estaban en las cercanías y a los agentes del Servicio Secreto, que observaban la escena con binoculares desde la distancia, hasta que súbitamente estallaron los disparos.
“¿Y qué pasó con el hombre?”, preguntó Gary O’Donoghue, el veterano corresponsal inglés, quien es ciego, pero, claramente, tiene más olfato por la noticia que sus colegas estadounidenses. “Bueno, le volaron la cabeza”, respondió el joven testigo, pero O’Donoghue lo interrumpe: “cuidado, hay niños que puedan estar viendo esto”.
Pero ya no hay cuidado.
Nadie podría decir que este atentado pudiera ser un hecho inesperado.
Esta afirmación, chocante, incluye todas las variantes que se diferencien o contradigan la que será la versión oficial de los hechos: un montaje para asegurar la elección de Trump, una conspiración del “Estado profundo” en su contra, la acción individual de un liberal temeroso por el futuro de la democracia estadounidense, o una infinita combinación de posibilidades, hipótesis y especulaciones.
Porque hay una cosa que es segura: algo no calzará en el relato que elaboren las autoridades, por diseño, incompetencia o la simple incredulidad del mundo.
¿Por qué se esperaba un atentado en contra de Trump? Porque así, con violencia, se han resuelto históricamente las crisis del régimen político en Estados Unidos.
Y esa crisis no es reciente.
Pero, sólo en los últimos dos meses, el jefe de la oposición, es decir, Donald Trump, fue condenado en un juicio políticamente motivado. La Corte Suprema dictaminó, a su vez, que gozaba de amplia inmunidad por sus acciones como jefe de Estado. El presidente de los Estados Unidos enfrenta las presiones de los financistas de su campaña para que se retire de la carrera presidencial. Y, a su vez, las muestras de senilidad que ahora se le enrostran ya estaban presentes en la anterior elección, en 2020, sin que nadie reclamara nada.
Y nadie se preocupa, si Biden sólo puede mantener la concentración por breves lapsos de tiempo, quién gobierna a Estados Unidos, y determina, así, los destinos del mundo.
¿Cómo se sentirán hoy los lacayos, los vendidos a los intereses de Estados Unidos, al comprobar, una vez más, que el imperio está podrido de adentro y que no hay ya vuelta atrás?