Más 130 muertos han dejado los incendios en Viña del Mar y las ciudades del interior. La catástrofe, se ha dicho, es la mayor desde el terremoto del año 2010. Al igual que entonces, los responsables, no de los fenómenos naturales, sino de proteger a la población de sus efectos, se esconden y culpan a otros. Ahora, son unos fantasmagóricos “terroristas”… y la propia gente.
A diferencia de otros incendios que han afectado a zonas urbanas del Gran Valparaíso, las llamas que han decimado casas y vidas humanas en diversos sectores de Viña del Mar, Quilpué, Villa Alemana y otras localidades, se esparcieron a gran velocidad, impulsadas por fuertes vientos. En pocos minutos, miles de personas quedaron atrapadas por un torbellino de fuego; más de un centenar murió.
El costoso sistema de advertencia no sirvió: la alarma sólo permitía constatar lo obvio y cuando ya era muy tarde. Según la ministra del Interior, la gente murió no hacer caso al chirrido en su celular.
Las acciones de las instituciones estatales para ayudar a los damnificados son lentas y, la mayoría de las veces, inútiles.
Los cambios legales y organizativos y las adquisiciones de equipos en los organismos de emergencia fueron inútiles para impedir la catástrofe. Como siempre, la preparación para la temporada de incendios fue nula o deficiente.
No se pueden evitar las altas temperaturas, ni se puede modificar el viento. Y una vez iniciado un incendio, su contención y extinción dependen no sólo del trabajo de brigadistas y bomberos, de aviones cisterna y cortafuegos. No. Depende, principalmente de un baja de la temperatura, de un aumento de la humedad y de una reducción de la velocidad del viento. Es decir, de factores que no se pueden controlar.
Si éste es el problema ¿quiénes son los responsables de resolverlo? Toda la atención se fija en el gobierno y otras autoridades, como si un político -un presidente o un ministro- supiera qué hacer frente a una emergencia. La verdad es que las decisiones adoptadas en el momento sn irrelevantes. Las principales medidas consisten en convocar reuniones en que se les explica trabajosamente la situación.
No. Nada se puede esperar de esa gente.
Para minimizar su irrelevancia, desde las peores cloacas de redes sociales hasta el gobierno, pasando por los mandos militares del estado de excepción, se culpa a un fantasma. Personas, grupos, organizaciones, habría desatado los incendios de manera deliberada. Este curioso consenso, en que el presidente Boric reafirma la teoría de que “el merluzo” mandó a quemar Viña, es una demostración de la completa impotencia de este régimen para siquiera plantearse un esfuerzo serio para prevenir los incendios. Porque el triste hecho es que, una vez iniciado, es poco lo que se puede hacer.
Los pirómanos, los imprudentes, los inconscientes o alguien cualquiera, sin querer, que desatan un fuego, difícilmente pueden provocar una catástrofe de proporciones. La propagación de las llamas no depende de ellos. Son factores externos que llevan a que la quema de rastrojos, de un pastizal o una fogata en un bosque termine en un infierno.
Lo que se necesita para evitar las catástrofes es un sistema distinto, en que la población cuente con viviendas dignas y adecuadas, con servicios y caminos, con la preparación y la ayuda, con las herramientas necesarias y la capacidad de tomar decisiones. Se requiere de un sistema en que el desarrollo de las ciudades sea planificado racionalmente. Pero eso supone que la sociedad pueda darse orden racional; que la economía no responda a la ganancia y al saqueo en favor de una ínfima minoría, sino a las necesidades y aspiraciones de la mayoría.
Es verdad, esta receta, que significa terminar con el poder económico, político y social de una clase que crea las condiciones para que los elementos se conjuren en contra de la población, es de una aplicación más difícil que los “planes” y “comités” de emergencia, que las cajas de alimentos, mediaguas morosas, bonos estatales de consuelo, la caridad interesada y la infinita solidaridad de los pobres.
Pero es infinitamente más eficaz.
El único problema es que los responsables, entonces, de acabar con este orden catastrófico, no son alcaldes, empresarios, presidentes. No nos engañemos.
Somos nosotros, los trabajadores.