Y así fue, nomás. El nuevo fracaso de los partidos del régimen, refrendado en el plebiscito constitucional de este domingo, los deja solos ante el inmenso vacío de su mediocridad e ineptitud.
Si nadie gana, nadie pierde. Luego de un proceso político que asemejó a un establo aviar, una campaña diseñada por sibilinos y protagonizada por fantoches, 13 millones de personas igual fueron a los locales de votación y emitieron su sufragio. Se formaron, pese a todo, una opinión y la expresaron en una opción electoral. Una de ellas ganó con claridad; la alternativa perdedora se defendió bien, con un 44%.
Y luego de todo esto, lo único que dijeron los responsables políticos de este país es que… si nadie gana, nadie pierde. Es la máxima del régimen.
Los resultados del plebiscito se asemejan, al menos en los porcentajes, pero también en su distribución geográfica, a la segunda vuelta presidencial del año 2021. En esa ocasión, Gabriel Boric se hizo con la victoria, bajo la consigna de impedir el “avance de la ultraderecha” o, peor, del fascismo.
En la primera ronda electoral, en que se manifestaron todas las opciones políticas del régimen, había quedado en evidencia el derrumbe de la derecha y de la Concertación, y la notoria debilidad de la coalición liberal-progresista de Boric, quien llegó segundo, y a buena distancia, del sorpresivo ganador, el ultraderechista José Antonio Kast.
Sin embargo, una vez derrotado “el fascismo”, los partidos del régimen aplicaron su consabida máxima. Nadie gana, nadie pierde. El gobierno de Boric se apoyó en la ex Concertación en el Congreso y aplicó una política de concesiones y acuerdos espurios con la derecha; justamente, las dos fuerzas del régimen que se habían desplomado.
El proceso de la convención constitucional que se realizaba en paralelo, y en que los distintos partidos del régimen debían lidiar con una sustantiva representación de sectores independientes, fue sometido al mismo principio.
Tempranamente el oficialismo cerró, de nuevo, un pacto apenas encubierto con la derecha para asegurar que, cualquiera fuera la opción que se impusiera en el plebiscito de septiembre de 2022, nadie perdiera. La nueva constitución, si era aprobada, sería inmediatamente cambiada por el Congreso; y el “rechazo” llevaría a un nuevo proceso, controlado por los partidos. Al final, daba lo mismo lo que se votara.
En esta ocasión, y luego del lamentable espectáculo que dieron “expertos”, constituyentes elegidos y los operadores oficiosos de los partidos, el trato era similar. Cerrado el plebiscito, se volvería intentar la implementación de una agenda de “grandes acuerdos”.
Eso se pudo comprobar en la campaña. El único reproche sustantivo del oficialismo a la febril propuesta reaccionaria era la queja de que la mayoría derechista -especialmente el grupo de Kast- hubiese desechado la posibilidad de un texto de consenso, cuyo único -o, al menos, principal- obstáculo era el asunto del aborto.
Todas las otras barbaridades -la privatización del agua y de todos los recursos naturales, incluyendo el aire que respiramos; la abolición de facto del derecho a la educación, incluso en su forma actual; un orden público económico que eleva al capital al nivel de una deidad; entre infinitas e incoherentes leguleyadas para favorecer a intereses lucrativos y apetitos integristas-, todo eso había sido aceptado.
El acuerdo, sin embargo, fracasó. El triunfo del “en contra” en el plebiscito lo refrenda.
Y los mismos que son incapaces de cumplir con los propósitos que declaran, quieren ahora insistir en el mismo esquema.
Kast, quien perdió muy poco -el “a favor” obtuvo un 44%, pese a su trasfondo demencial y a la exhibición de la incompetencia de su lote de fanáticos- se declara “perdedor” de la jornada, pero eso no importa, porque va a seguir igual.
La derecha, que sí sufrió una sensible derrota, no se considera vencida, y postula que la consecuencia de todo esto deben ser “grandes acuerdos”, cuyo contenido es dictado por ella.
El presidente Boric, que estima que su anulación política es un signo de una pretendida condición de estadista, replicó que, pese al triunfo de la opción levantada por el oficialismo, este el momento de “grandes acuerdos”, en los términos impuestos por la derecha.
Los partidos que lo apoyan no tienen nada propio que añadir a este infinito vacío; están atentos a los cargos que pueden saltar en un próximo cambio de gabinete o en preservar la alcaldía de Chuchunco.
Si nadie gana, nadie pierde.
Este esquema podría hacer sentido, si sirviera para definir un rumbo para el país; concretamente, si pudiera servir a los intereses del capital. Exactamente, esa fue “la época de oro” de este régimen político, entre 1989 y el inicio del nuevo siglo.
En ese período, la extraordinaria cohesión entre los partidos políticos y los demás componentes del régimen sirvió para consolidar y proteger el saqueo al Estado y a los trabajadores realizado durante la dictadura, abrir la explotación de los recursos naturales a consorcios transnacionales y profundizar un sistema de super explotación que granjeó monumentales ganancias al capital.
Golpeado, sin embargo, por la crisis general de ese mismo capital, en una escala global, este orden ya no se sostiene en países dependientes y productivamente atrasados como Chile.
Ese es el fondo de la crisis del régimen. Es por eso, que sus partidos parecen gallinas enloquecidas a las que nada les resulta. No es una burla nuestra, es una observación empírica y es un problema serio.
El pueblo sabrá sacar las conclusiones del ejercicio estéril al que fue sometido este domingo: un abuso de la democracia electoral que implica el hecho de que se vote algo que no significa nada.
La principal lección es clara: hay que botar este régimen, y cuánto antes, para terminar con este estado de cosas y poder plantearse, con racionalidad, con sensatez, una solución a los problemas del país.