Así le dicen, en la jerga financiera, a las compañías privadas que deben ser rescatadas por el Estado cuando se enfrentan a la quiebra. En Chile, las isapres quieren ser colocadas en esa categoría. Ahora mismo están negociando con el gobierno los términos del salvataje. Pero, mientras tanto, hacen harto escándalo. Quieren sacar más morlacos.
“¿Y por qué no hacen una completada?”. Así les dijeron a las isapres en redes sociales. Es que el llanterío y el catastrofismo sobre su inminente quiebra ya es demasiado. Pero, aunque el comentario es chistoso, lo que realmente está pasando es algo muy distinto y se resolverá, no con completadas, sino con un nuevo asalto a mano a armada.
Un fallo de la Corte Suprema -hecho al estilo gringo, es decir, válido, en general, para todas las isapres- es la causa inmediata de todas las turbulencias. Lo interesante es que no afecta directamente a las empresas, sino que, por primera vez, obliga a la Superintendencia de Salud a hacer cumplir la ley.
Le da seis meses a ese organismo para que elabore un reglamento según el cual las isapres deberán ajustar sus planes a la llamada tabla de factores “nueva”, o sea, a eliminar los sobreprecios para personas mayores, mujeres, etc. Y, además, y eso es lo que más les preocupa a las empresas, debe fijar el modo en que le devolverán a esos afiliados lo que, ilegalmente, les cobraron en exceso.
Y eso, es mucha, mucha plata. ¿Cuánto? Nadie sabe o, más bien, nadie quiere decirlo. Sólo las isapres pueden calcular ese monto. Su llanterío obedece, entonces, primero, a que quieren lograr un perdonazo del Estado por toda esa plata que deben. De lo contrario, dicen, van a quebrar. Y si ellas caen en bancarrota ¿qué va a pasar con los tres millones de clientes?
La alcaldesa Evelyn Matthei ya ve a toda esa pobre gente migrar de la Clínica Alemana a los Cesfam de Providencia.
Pero eso no va a pasar. Las isapres son sólo una parte del negocio de la salud privada. Son, de hecho, instituciones financieras, aseguradoras, que actúan para capitalizar a otras ramas de la “industria”: las clínicas y sociedades médicas.
Durante muchos años, las isapres hacían extra-ganancias, financiadas por afiliados que pagaban costosos planes, pero no los usaban, porque estaban en la edad en que la salud todavía se mantiene bien. Además, como se trata de sectores más acomodados, no tienen que tomar la micro temprano en invierno; ni se les llueve la casa; el trabajo es tranquilito: sin deslomarse; y la comida más cara y mejor, digamos, rúcula, chía y lomo vetado. Todo sanito.
Ese capital que acumularon llevó a concentrar el negocio en unas pocas compañías que fueron invirtiendo dónde realmente estaba la plata: clínicas, centros médicos, laboratorios y las empresas de médicos especialistas.
¿Por qué la plata está ahí? Porque sólo una pequeña parte de la población puede pagar los planes que cobran las isapres, que se suman a la cotización obligatoria del 7%. Se trata de un mercado limitado.
Pero los llamados prestadores de salud -ya lo dijimos, clínicas, centros médicos, etc.- pueden llegar a todo el mundo… mientras paguen. Y el que paga los precios dictados por esas compañías privadas, es el Estado.
En la medida que la salud pública decae, más y más prestaciones son contratadas por el Estado con empresas privadas, que, por ejemplo, monopoliza, por un pequeño aumento en sus costos operacionales, a casi todos los especialistas, sobre todo en regiones.
Los mismos hospitales públicos funcionan en la mañana como tales y, en la tarde, los pabellones se convierten, mágicamente, en clínicas privadas.
El plan del gobierno, favorecido por las propias empresas, de crear un seguro único de salud, aseguraría ese negocio, pero bajo una condición: se deben pagar los precios que fijan las compañías, con tal de asegurarles las súper ganancias a las que están acostumbradas.
Todo eso, es decir, cuánto cash, es lo que está ahora sobre la mesa de negociación.
Y las tristes lágrimas de las isapres sobre su inminente derrumbe, son sólo una herramienta más en esa puja por obtener más plata.