Esto no está funcionando. La crisis del régimen político dominante es de larga data. Y, a pesar de todos los intentos, es cada vez peor. Mientras más tratan de arreglar el asunto, más lo echan a perder. Qué pena.
Digamos una cosa a favor de su excelencia, el presidente de la República, don Gabriel Boric Font, que bien pocas hemos encontrado hasta ahora. Casi ninguna. En realidad, absolutamente nada.
Pero ahora, sí surgió algo.
Boric dejó claro, a su modo, que el indulto de 12 presos políticos del levantamiento popular le fue extraído a pura presión. Habló de una “decisión muy difícil”.
Pero que está convencido de que el decimotercer indultado, Jorge Mateluna, antiguo militante del FPMR, es inocente, está convencido. Tanto así, que lo dijo pública y textualmente: “estoy convencido de que es inocente”.
Eso es bien notable, porque este montaje policial y el abuso de la justicia no se distingue, en su naturaleza y sus formas, de decenas y centenares de montajes similares en contra de luchadores sociales. Pruebas falsas; testimonios mentirosos de los pacos; testigos, peritajes y hechos ignorados por fiscales y jueces; argumentaciones falaces y absurdas… es el menú habitual de la justicia.
Quizás, la particularidad del caso de Mateluna fue que había tantas piezas del montaje que se podían refutar de manera directa e indubitable, que captó la atención de influyentes juristas que vieron en el manejo de esta causa un caso “de libro” del error judicial. Y cuando hablamos de influyentes juristas, nos referimos a la Premier League de los abogados penalistas locales.
Nadie más que Davor Harasic, defensor de los oligarcas chilenos cuando, por algún accidente, entran en conflicto con la ley, y antiguo aliado político de Boric en sus días en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, fue el apoderado de un recurso de revisión en favor de Mateluna.
Así como la Iglesia conoce al abogado del diablo, Jorge Mateluna, por esas cosas del destino y de los caprichos liberales, pudo beneficiarse, por una vez, del propio diablo como su abogado. Eso parece, dadas las circunstancias, una ayuda necesaria.
Pero, aun así, no fue suficiente. La Corte Suprema rechazó la evidencia presentada que lo exculpaba más allá de la sombra de una duda.
Boric, entonces, convencido como estaba, no ocultó sus razones para indultar a Mateluna. Era un acto de elemental justicia.
Por eso, sin duda, debe haberse sorprendido cuando, a su regreso de Brasil, donde asistió -junto a su mentor Ricardo Lagos- a la asunción de Lula como presidente, se encontró con una declaración de la Corte Suprema, suscrita por todos sus miembros, en que se le “recuerda” que la constitución establece que “la facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley. Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse a causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos”.
Obviamente, todo esto es una provocación mayúscula, porque Boric no hizo nada de eso. Sólo dijo la verdad.
Y si los jueces tienen la “facultad exclusiva de conocer causas civiles y criminales”, lo que no tienen, es el derecho a emitir declaraciones políticas con “recordatorios” de ninguna índole, y menos la Corte Suprema en nombre de todos los tribunales establecidos por la ley, y menos dirigidas a otros poderes del Estado.
El convencido Boric, en cambio, sí tiene esa facultad e, incluso, el deber de señalarle a los supremos que se estaban metiendo donde no debían.
Pero el gobernante optó por esquivar esa obligación y, para variar, bajó el moño, aunque de cierto modo pasivo-agresivo.
En una alocución en que se le fueron en collera las leyes (fundó su atribución de otorgar indultos en los seguros contra accidentes automovilísticos), dijo que estaba “de acuerdo” con el ilegal texto de la Corte Suprema. Y concluyó que “sería una muy mala noticia para el país que yo, como presidente de la República, iniciara una disputa con el Poder Judicial, como desgraciadamente se ha hecho costumbre en otros países alrededor del orbe.”
Lo que Boric considera una “desgraciada costumbre” en naciones que -suponemos que quiso decir que están en el mundo y no en el espacio exterior- es comúnmente el reflejo de una crisis.
Por ejemplo, en Argentina, la Corte Suprema decidió, ignorando la constitución y las leyes aprobadas por el parlamento, imponer un financiamiento fiscal preferencial -y ruinoso para el Estado central y el resto de las provincias- en favor de la capital federal, gobernada por la derecha. El gobierno de Alberto Fernández anunció que impulsará un juicio político en contra de los jueces del máximo tribunal.
No hay duda de que esta situación expresa una crisis política profunda y, si se quiere, “desgraciada”. Pero tampoco debería haber duda de que en esa pugna política entre el peronismo y la derecha -y múltiples otros intereses que conforman el régimen político dominante en Argentina- hay, al menos, un intento, no importa cuán débil, de resolver esa crisis a su respectivo favor.
La verdadera desgracia, hay que decirlo, no es ese tipo de inestabilidad, sino la que reina acá, en Chile, en que los componentes del régimen lo menos que quieren es “iniciar una disputa”. De hecho, todos sus ingentes esfuerzos están puestos en evitarla.
El mismo día en que algunos parlamentarios amenazaron con una posible acusación constitucional en contra de Boric, y la derecha anunció un real juicio político en contra de la ministra de Justicia, los senadores, desde el PC hasta la UDI, aprobaron, en un íntimo abrazo, el llamado acuerdo constitucional.
Parece que no se dan cuenta de que, mientras más intentan unirse y “acordar”, más profundo se vuelve el hoyo que están cavando.
Tan profundo, que pronto servirá de su tumba política.
Se olvidan, una vez más, que no están solos. Que hay una masa interminable que los observa y juzga. Un pueblo que es dueño de todas las facultades y atribuciones para, llegado el momento y sin ellos, dirigir el rumbo del país.