Luego de varios intentos, se consumó la destitución del presidente del Perú, Pedro Castillo. El golpe, digitado por las Fuerzas Armadas y la derecha, agrupó a gran parte del régimen en contra del debilitado y aislado mandatario. Su intento desesperado por frenar el golpe en ciernes sirvió de pretexto para que los “demócratas” de toda laya salieran en defensa de los verdaderos golpistas.
Un año y medio alcanzó a estar en el cargo de presidente del Perú el profesor rural Pedro Castillo. Desde el momento de su elección, con un resultado muy estrecho, frente a la sucesora del Fujimori, su hija Keiko, estuvo bajo asedio.
Castillo comenzó este miércoles en el Palacio de Pizarro y terminó el día cautivo en manos de la Policía Nacional en la Prefectura de Lima. La trama de una tragedia griega transcurre desde el amanecer hasta la puesta del sol. En este caso, la acción fue mucho más breve y con toques de farsa.
Se suponía que el Congreso iba a realizar hoy un nuevo intento de provocar la “vacancia” de Castillo; el mismo procedimiento que había llevado a la caída de Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra.
Las previsiones que circulaban en los ambientes políticos indicaban que, como en las dos anteriores tentativas en contra de Castillo, los adversarios del gobernante no reunirían el quórum de dos tercios requeridos para su destitución.
Sin embargo, poco antes de la sesión, los rumores se precipitaron. Se conoció la renuncia, fechada el día anterior, del comandante general del Ejército, Walter Córdova. El lunes, había dejado su cargo el ministro de Defensa, Daniel Barragán, luego de sólo 70 días en el cargo.
En los despachos parlamentarios y empresariales corría la versión de que Castillo disolvería el Congreso y convocaría a nuevas elecciones legislativas. Esa opción, que es una de las facultades constitucionales del presidente, ya era retratada como un inminente “golpe institucional” por dirigentes opositores.
De aplicarse, frenaría de una vez los intentos de destitución y abriría la posibilidad de que, en las consiguientes elecciones parlamentarias, el gobierno lograra estabilizarse, apelando directamente a la población.
Por eso, los congresistas opositores sabían que ese camino debía ser cerrado bajo cualquier circunstancia.
Pero, en medio de la confusión, muchos de ellos comenzaron a mirar con temor hacia los cuarteles: cualquiera de las dos vías -la destitución del mandatario o la disolución del legislativo- necesariamente debe contar con el visto de bueno de los militares, los máximos guardianes del régimen.
Poco después del mediodía, Castillo, en una nerviosa alocución televisada, finalmente comunicó lo que iba a hacer. Disolvería el Congreso, pero también decretaría un toque de queda nocturno en todo el país, a cargo de las Fuerzas Armadas.
En la medida en que hablaba, el presidente profundizó su decisión. Habló de una “reorganización” del Poder Judicial y de órganos como el Tribunal Constitucional, adictos a la oposición. Y, finalmente, señaló que dirigiría un “gobierno de emergencia” que actuaría a través de decretos hasta la convocatoria de un nuevo Congreso “con facultades constituyentes” que dictaría una nueva carta fundamental.
Minutos después, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y la jefatura de la Policía Nacional emitieron un comunicado. Su contenido, sin embargo, era equívoco.
“Cualquier acto contrario al orden constitucional establecido constituye una infracción a la constitución y genera el no acatamiento por parte de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional”, señalaron.
Pero en el párrafo anterior reconocían expresamente la atribución del presidente de disolver el Congreso, según el artículo 134 de esa misma constitución.
¿De qué lado estaban?
El misterio se develó poco después, en la medida en que ministros presentaban su renuncia y parlamentarios oficialistas se distanciaban de Castillo. En el Congreso, supuestamente disuelto, forzaron la votación de la vacancia presidencial por “incapacidad moral”.
Cuando ya estaba claro que se impondría la destitución, efectivos policiales detuvieron al presidente, a su ex premier Aníbal Torres, y a miembros de su familia, y los trasladaron a la sede de la Prefectura de la Lima, donde permanecen detenidos.
Mientras tanto, los congresistas ungieron a la vicepresidenta, Dina Boluarte, una política de segunda fila, como nueva gobernante, mientras los parlamentarios se deshacían en aplausos y vítores a los verdaderos triunfadores de la jornada: los jefes militares que observaban la sesión desde la galería del Palacio Legislativo.
No deja de ser irónico que la primera vez en que Castillo se decidió a romper con la inercia termine con su caída y con el mote infamante de “golpista”.
En efecto, desde el día de su elección, Castillo enfrentó maniobras que buscaban, primero, impedir que asumiera y, después, derrocarlo.
Aislado y asediado, se rodeó de políticos de viejo cuño, que desacreditaron su gobierno, y que tuvo que reemplazar, en una sucesión cada vez más febril, con personeros cada vez más ineptos y corruptos. Debido a esa errática conducta, Castillo terminó alienado del partido que lo había postulado en las elecciones, Perú Libre. Sus otros aliados políticos en la “izquierda” usufructuaron de cargos y prebendas, para después pasarse al lado de los golpistas.
Hasta que, al final, cayó en una trampa tendida por sus adversarios. Porque, de ser haber intentado un “golpe”, como se le acusa, lo hizo sin contar con las más mínimas herramientas para ello y sin voluntad de siquiera intentar su éxito.
Sus enemigos, los verdaderos golpistas, que hoy celebran su victoria, en cambio, se visten con los ropajes sucios de “demócratas” y defensores del “Estado de Derecho”.
Pedro Castillo declaró en su último discurso que para aquellos que buscaban su derrocamiento y que “representan a los grandes monopolios y oligopolios”, “no es posible que un campesino gobierne al país y lo haga con preferencia para la satisfacción de acuciantes necesidades de la población más vulnerable”.
Se equivoca Castillo. Y en eso radica su error político más grande.
Sí es posible que un campesino gobierne el Perú.
Pero, para ello, debe apoyarse en esos mismos campesinos, en las masas populares que lo elevaron, en contra de todo pronóstico a la presidencia, y responder exclusivamente a sus intereses acuciantes. Para ello, debe apelar a la fuerza del pueblo y combatir a sus enemigos, sin concesiones y sin cuartel.
Porque aquellos enemigos no trepidan nada para defender sus intereses.