En las últimas semanas ha rondado una preocupación en el gobierno: inexorablemente debe de subir el pasaje del transporte público . La pregunta es ¿cómo hacerlo sin que nadie reaccione? La última vez que se hizo fue en el 2019. Y todos saben lo que pasó entonces.
Ya sabemos cómo opera este gobierno. No difiere de lo que hacía Piñera. Su personal tiene un enfoque burocrático y tecnocrático muy similar. Entonces, aplican la misma receta: comienzan con antelación a advertir que viene una subida de los pasajes y ponen cifras, estadísticas y datos que avalarían lo absolutamente inevitable de esa medida.
Las personas sienten el golpe y reclaman por las redes sociales; sale el presidente y concede que se puede posponer un poco, pero que igual se hará.
Acá debemos detenernos para explicar, para los que no saben, el odio intrínseco de los progresistas y liberales de toda laya hacia el pueblo. El pueblo es tonto, flojo, no es confiable, hace lo que quiere, es ignorante, no comprende lo que significa guiar un país, no aportan nada y no se les debe dar nada, pues se acostumbran. Por eso, prefieren a la burguesía. Ella sí entiende de lo que hablan, respetan sus títulos académicos, los cobijan como si fueran parte de su grupo, se ayudan entre ellos, tienen redes de amigos en el exterior y, como si fuera poco, generan la riqueza del país. Es decir, no hay por dónde equivocarse al preferirlos como aliados.
Siempre le hablan duro al pueblo, pues saben que no deben mostrar flaqueza frente a los rotos. No importa que estos lo estén pasando mal porque les afectan las condiciones económicas, porque el covid los sigue golpeando, porque la represión se solaza con sus hijos, porque los empresarios sigan alargando las huelgas y, finalmente, porque nadie los ayuda y deben resolver sus problemas por sí mismos. Y, en última instancia, si no comprenden, pacos y milicos son sus agentes represores.
Plantean el problema de la subida de pasajes como si fuera un problema del Estado, pero corresponde a empresas privadas que, a través de los bancos, usurpan el patrimonio económico del país. Quieren ganar, cobran el pasaje y también se aseguran de que el Estado les cubra sus pérdidas. Es negocio redondo.
Otra vez, se lanzan a tratar de fiscalizar, ahora no sólo a las personas, sino también a los choferes. Si alguien no paga la micro, no es por “choreza”; la mayor parte de esas personas que esperan a que se abra la puerta de atrás para entrar o que salta el torniquete de la micro, no tienen dinero o tratan de ahorrarse la plata para comer.
El gobierno si está tan urgido, como dice, por conseguir más recursos para “políticas sociales”, debería dejar de pagar altos sueldos a sus amigos, expropiar los bienes de los que le roban al Estado, ya sea políticos, jueces, militares, carabineros, alcaldes, y familiares. Además, podría dejar de comprar armas y vehículos para la represión, dejar de subvencionar a los camioneros, a los empresarios. Así, quizás, se conseguiría el dinero que le falta.
Cuando alguien no ha trabajado en su vida o se propuso como meta no hacerlo y vivir a expensas del Estado, lo cotidiano es anecdótico. Trabajar sólo para comer, vestirse, pagar la micro y tratar de vivir una vida decente, es parte de los otros; lo que ellos, justamente, no quieren ser: aquellos detestables que no tienen espíritu de superación, que no quieren ganar dinero, sino sólo criar hijos.
Todos los días, si se subieran a una micro verían las preocupaciones de quién va al trabajo y llama a su hijo que quedó sólo en la casa enfermo, de quién está abrumado por las deudas, de aquellos que van con la esperanza de conseguir un trabajo, de aquel que no tiene un peso para comer, y de los muchos que tratan de evadir miradas, que sólo piensan en llegar al trabajo y volver con la familia en la tarde.
Mientras unos piensan en subir el pasaje de la locomoción, el pueblo piensa cómo lo va a hacer para subsistir hasta fin de mes.