Amnistía Internacional publicó un informe sobre la situación en Ucrania en que manifestaba que el ejército ucraniano violaba las leyes de la guerra. Grave error: se desvió de la verdad oficial. Ahora, debido a las presiones, Amnistía ha decidido retroceder. Dice que revisará el documento y, seguramente, cambiará su contenido.
Todos ya conocen a Amnistía Internacional, una organización nacida en Londres en la década de 1960. En sus inicios, promovió campañas cívicas para la liberación de “presos de conciencia”, es decir, prisioneros políticos que cumplían dos requisitos: no ejercían y apoyaban el uso de la violencia en contra de los regímenes a los que se oponían y estos últimos los perseguían explícitamente por el ejercicio de su libertad de expresión.
Por eso, entre paréntesis, los presos políticos del levantamiento popular nunca podrían caer en la categoría de presos de conciencia, pues, aunque sean más pacifistas que Gandhi o Tolstoy, el Estado chileno los mantiene encerrados, no por su apoyo a las demandas populares, sino acusándolos -por regla, sin base- de delitos comunes, por supuesto, sumamente “violentos”. Como se ve, los opresores han ido aprendiendo.
Pero Amnistía también ha sido ingeniosa. En sus orígenes, sus campañas masivas siempre debían cumplir con los threes groups, es decir, los tres mundos de aquella época: un preso de un estado “occidental”, un preso de una nación perteneciente al bloque soviético, y un tercero, de alguno de los países subdesarrollados que se habían descolonizado. Así, pedían por un demócrata en Portugal, un disidente en la Unión Soviética, y un liberal en Marruecos, en el mismo paquete. Perfecto equilibrio, desde el punto de vista de un imperio que ya no lo era.
Con el fin de la guerra fría, Amnistía amplío su rango de acción y los temas que promueve. La perspectiva, marcada por el supuesto balance, sin embargo, permanece. Sus informes, en general, son adecuados para los países que son aliados de Europa o Estados Unidos, pero sumamente duros, para los que se oponen a las potencias occidentales.
En los primeros días de agosto Amnistía Internacional presentó un reporte sobre la situación en Ucrania. Allí, entre muchas otras cosas, acusaba al gobierno de Kiev de poner en peligro la vida de sus conciudadanos, al instalar destacamentos militares en escuelas y hospitales, y lanzar ataque desde zonas civiles. “Existen informes que indican que las fuerzas ucranianas han actuado desde zonas residenciales, atrayendo el fuego ruso allí y poniendo en peligro a la población civil”. Además, subrayan que “estar en una posición defensiva no exime a las fuerzas armadas ucranianas de respetar el derecho internacional humanitario”.
Bastó esa desviación de la línea fijada -Rusia es el monstruo y en Ucrania, con sus batallones nazis, están los buenos de la película. Entonces, sin esperar un segundo, el gobierno ucraniano asumió que Amnistía Internacional formaba parte de una “campaña de desinformación y propaganda” auspiciada por los rusos para desacreditar a las fuerzas armadas de Ucrania. Fue acusada de legitimar las denuncias rusas de que el ejército ucraniano utiliza a los civiles como escudo en áreas pobladas.
En estos tiempos, sobre todo en Europa, llevar el mote de ser un títere de Putin es una infamia que se paga con auspicios económicos o, más bien, su cancelación. Eso incomoda a cualquier ONG.
Amnistía trató de mantener su posición, lamentando que su informe provocara “angustia”. Pero eso no fue suficiente para aquellos que querían que eliminaran lo escrito.
Pero la presión es enorme y Amnistía ya anunció que “revisará” su informe. Una nueva versión, seguramente, absolverá al régimen de Kiev de todos sus pecados para restablecer la verdad oficial.