La noticia de la muerte de Francisca Sandoval, luego de 12 días de lucha, estremeció al país. Es una mártir más de nuestro pueblo. Los responsables del crimen quieren ocultarse en las sombras de las oficinas gubernamentales y policiales. Pero son fácilmente reconocibles: sus manos están manchadas con sangre. Deberán responder.
El deceso ocurre 12 días después de que Francisca Sandoval, que era periodista del reconocido medio de comunicación popular Antena 3 de La Victoria, recibiera un impacto de bala en el rostro durante una manifestación del Primero de Mayo en Estación Central.
Los hechos que rodearon el crimen están ampliamente documentados.
Un grupo armado abrió fuego en contra de los manifestantes desde las calles Meiggs, Exposición y San Alfonso. Los agresores actuaron en medio de un grupo de comerciantes ambulantes, quienes les daban cobertura, y en coordinación con Carabineros, que presionaban a una parte de la manifestación para que no pudiera escapar de la zona de fuego. Los integrantes del grupo armado, eso también ha sido registrado, se comunicaban directamente con funcionarios policiales presentes en el lugar.
Lo más extraordinario de estos hechos es que ninguno, absolutamente ninguno, de los diversos partícipes hizo intento alguno de ocultar su modo de actuar y, para todos los efectos prácticos, sus identidades.
Los hechos posteriores demostraron que actuaban sobre seguro.
En los días siguientes, varios de los autores de los disparos dieron entrevistas en televisión. Tanto ellos, como tres personas que fueron detenidas y formalizadas, exponían la misma coartada: no habían percutado armas reales y que sus disparos eran simulados.
Esa defensa es aparentemente perfecta, pero bajo una condición: que la fiscalía, la policía y la justicia no realicen una investigación real. Ésta necesariamente debería buscar descubrir quiénes organizaron y dirigieron el ataque.
Eso significa que las indagaciones deberían centrarse, no en los sospechosos materiales, sino en el nexo específico con los carabineros que operaron en el lugar, además de los otros autores necesarios que no se mostraron en ese momento: delincuenciales, policiales y políticos.
Los mismos sospechosos justificaron públicamente sus acciones con el relato de que ellos eran comerciantes del sector que defendían “lo suyo” frente a la amenaza de que una parte de los manifestantes les robara o destruyera su mercadería y sus puestos.
Pero esa versión, la del “enfrentamiento”, sólo podría tener algún grado de verosimilitud si se omite el rasgo más importante de los hechos: su carácter organizado y deliberado.
Todos estos aspectos son evidentes.
Y, sin embargo, podemos constatar que existe un esfuerzo activo y consciente de negar lo evidente y promover lo inverosímil, realizado por las más altas esferas del Estado.
Se trata de una operación de encubrimiento.
El general director de Carabineros, Ricardo Yáñez, señaló, pocos días después de los hechos, que lamentaba mucho que “no se haya puesto el foco en lo que ocurrió. Aquí no estamos hablando de manifestantes. Estamos hablando de un enfrentamiento entre quienes querían proteger sus locales comerciales ¿cierto? y quienes quería destruir lo que había ahí”. Estas declaraciones no fueron emitidas al pasar, sino ante un órgano del Estado, la comisión de seguridad pública de la Cámara de Diputados.
Pero eso es nada.
Porque el propio jefe del Estado, el presidente de la República, Gabriel Boric, también hizo suya la coartada de los agresores.
Habló de un trágico “enfrentamiento entre necesitados”.
Es decir, a pesar de la evidencia a la cual todo el país tuvo acceso -y, ciertamente, el gobierno, también, y de manera privilegiada-, el presidente divulga una versión falsa, que favorece el encubrimiento de crímenes que le benefician en sus cálculos políticos: frenar e impedir la movilización popular.
Todos estos elementos configuran un cuadro devastador que muestra, en un caso en particular, la participación de todos los componentes del régimen político, de las fuerzas represivas y de esbirros a sueldo que actúan bajo sus órdenes, en un crimen de Estado que busca atemorizar al pueblo.
Algunos, en cambio, suponen la existencia de una “alianza” entre el narco y la policía, como si los otros factores no existieran. Otros teorizan, con un ejemplar del “18 de Brumaire de Louis Bonaparte” de Karl Marx en mano, sobre el “lumpenproletariado” y las “contradicciones sociales” entre los “subalternos”.
Quienes razonan de esa manera no deberían perder de vista los hechos concretos. Y esos apuntan a responsables reales, con nombre y apellido. Sería un error oscurecer, con improvisadas reflexiones sociológicas, la realidad manifiesta de una política represiva específica y asesina, ejecutada por órganos del Estado.
Aquel enfoque, vago e impreciso -falso, incluso- borra, también, una línea demarcatoria de índole moral.
No puede haber excusas, no pueden admitirse explicaciones y justificaciones parciales, en contra de los asesinos del pueblo.
Esa línea divisoria ha sido ahora marcada para siempre con la sangre de una joven chilena.