¡Qué pesados! Es broma, por supuesto. Porque en la convención constitucional está “todo pasando”. La pregunta es ¿qué, exactamente? Ante las dudas, sectores del régimen buscan maneras de cerrar el proceso.
Comencemos, estimada lectora, nunca bien ponderado lector, con una confesión. Su humilde corresponsal se preocupó durante meses de informarles lo mejor posible sobre los procedimientos de la convención constitucional. A diferencia de la prensa burguesa, nosotros realmente reporteábamos, como se dice en la jerga. Íbamos y averiguábamos cosas para que usted las supiera.
Conversamos, leíamos informes y minutas, escuchábamos los debates, consultamos a unos, contrastamos con otros. En suma, les ofrecíamos hechos, no sólo palabras bonitas.
Pero llegó un momento, el año pasado, en que la cosa ya estaba encaminada. De hecho, estaba todo cortado, cocinado y listo para servir. Tanto así, que los propios convencionales hacían tiempo, mientras esperaban como terminaban las elecciones de fin de año.
Para que nadie les dijera que eran flojos, una acusación peor, en sus ojos, que robarle la billetera a la abuelita, seguían escuchando expositores, debatían de esto y lo otro. Calmao’, calmao’, tranquilein, John Wayne.
Eso no era una buena idea, pero qué se le va hacer. Y… (esta es la convención, perdón, confesión) fue entonces cuando dijimos: “hagan su cuestión solos, nomás”.
O sea, nos cabreamos.
No había nada nuevo que informar. Total, las grandes líneas ya estaban definidas. Se iba a ofrecer una constitución que, a falta de cambios reales, iba por los culturales, como se dice. Esa palabra, desde luego, no es muy exacta, pero ¿cómo llamar la mezcla de grandes principios indigenistas, regionalistas, feministas y ecologistas que se iban a introducir en el orden jurídico chileno? El término correcto, entre paréntesis, es ideológico, pero no vamos a ir a esas honduras ahora.
Baste con decir que todo estaba claro. Plurinacionalidad, escaños reservados, consulta indígena, autonomía en ciertos servicios o funciones estatales: indigenismo, check. Paridad, derechos sexuales y reproductivos: feminismo, check. Más facultades y plata para las regiones: regionalismo, check. Poner en el texto “derechos de la naturaleza”: ecologismo, check.
¿Qué gran problema puede haber con eso?
Ninguno, excepto que, como los defensores de esas corrientes dentro de la convención eran los únicos que tenían claro lo que querían, en ocasiones se les pasaba un poco la mano, porque se repetían mucho. Pero nadie se ha muerto de algo así. Y, en cualquier caso, la culpa la tenían los demás, especialmente los partidos del régimen en la convención, que no tenían ninguna idea propia que proponer.
Y ese era -y es- el problema.
El régimen y sus partidos pueden vivir con un “sistema de justicia indígena”; toleran perfectamente las “consultas” a los pueblos originarios. De hecho, ellos las inventaron.
¿Chile, plurinacional? Bueno, whatever, como dirían ellos. Tampoco es que sean muy nacionalistas, en verdad. Los de la derecha, digan lo que digan, entienden como patria simplemente sus propiedades y por “chilenidad”, los ejercicios del Club de Rodeo Gil Letelier. Los otros sectores del régimen, más liberales, de por sí prefieren Europa a Latinoamérica.
Lo de la paridad… puede ser algo más complicado, pero nada amenazante. Habrá que renovar el personal para rellenar esos cupos femeninos. ¿El aborto? Esa batalla ya estaba perdida de antes.
Los derechos de la naturaleza, de los animales, la preservación del “reino fungi” (como todo adicto a las pizzas sabe, eso se refiere a los hongos)… ¿qué tiene? Si el Estado lleva décadas emitiendo leyes, decretos y medidas que proclaman la “sustentabilidad” y el cuidado del medio ambiente. Hasta ahora, eso no le ha impedido a nadie ganar plata a costa del saqueo de los recursos naturales.
El cambio es ideológico, no real.
¿Y la regionalización? ¡Buena, pues! Más puestos, más cargos, más plata. ¿Quién puede pedir más? Y todo eso, con “justicia territorial”.
Lo único que preocupaba al régimen con la convención es que, en vez de llenarla con principios abstractos, aplicara algunas decisiones concretas: que anulara las concesiones de agua o que nacionalizara los recursos naturales o, al menos, abriera esa posibilidad.
Pero ese riesgo, al igual que cualquier norma que implique satisfacer las grandes demandas populares en salud, educación, pensiones, trabajo, vivienda, etc, ya estaba conjurado. Para eso tenían los dos tercios.
Y, aun más importante, otro mecanismo de la clase burguesa: no cumplir, simplemente, con lo que dicen sus constituciones. La manera más simple de lograrlo consiste en que la constitución proclama un gran principio general y una simple ley hace imposible cumplirlo.
Por ejemplo, la constitución del ’80 reconoce el derecho a manifestarse pacíficamente sin permiso previo y sin armas.
Pruébelo, a ver qué pasa.
Hágalo, si quiere, en Plaza Dignidad, y espere hasta que le llegue un palo, perfectamente legal, en la cabeza, por órdenes del gobierno de las “grandes transformaciones”. Los pacos le “transformarán”, en efecto, la jeta, porque no pidió permiso a la delegación presidencial o porque alteró el orden público o cualquier cosa que inventen.
Otro ejemplo. La constitución del ’80 -sí, la de Pinochet- reconoce que “el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, comprendiéndose en éstas las covaderas, las arenas metalíferas, los salares, los depósitos de carbón e hidrocarburos y las demás sustancias fósiles, con excepción de las arcillas superficiales, no obstante la propiedad de las personas naturales o jurídicas sobre los terrenos en cuyas entrañas estuvieren situadas”.
Ya. Absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible. Está claro ¿no?
El texto es copiado, con excepción de la última parte, literalmente de la Ley de Nacionalización del Cobre de 1971, dictada bajo el gobierno de Salvador Allende. Y ¿qué pasa? ¡Vaya que están “alienadas”, en manos de capitales privados, las minas de cobre en Chile!
El punto es que así funcionan todas las constituciones burguesas, no sólo la creada por la dictadura. Quitan con una mano lo que prometen con la otra.
Pero hay un ámbito en que sí se cumple al pie de la letra con las normas, al menos en períodos de normalidad política: el sistema de funcionamiento de los órganos de dirección del Estado.
Si se dice que las elecciones al parlamento son cada cuatro años, son cada cuatro años (si es que no ocurre algo imprevisto como un golpe de Estado); si se establece que el presidente nombra un gobierno, así se hará (excepto en períodos de crisis, en que otras fuerzas se ocupan de eso); si se manda que el Congreso sesionará de tal a cuál fecha, ciertamente los legisladores no van a trabajar ni un día adicional (aunque, a veces, hay que sacarlos de sus vacaciones); etcétera.
Y ese apartado de la nueva constitución era el que verdaderamente le interesa al régimen y sus partidos, porque le toca de cerca.
El problema es que, para redactar esa sección, para hacerla calzar con otras normas, por ejemplo, cómo se nombran los jueces u otros cargos previstos en la constitución, los partidos deberían tener una idea aproximada de qué hacer.
Pero para llegar a esa idea, antes, deberían encontrar una solución a la crisis política que les aflige. En otras palabras, para dirigir un país, el régimen debe tener la capacidad de dirigirse a sí mismo. Y ahí, justamente, falla.
La comisión de “Sistema Político, Gobierno, Poder Legislativo y Sistema Electoral” era, sin duda, la comisión premium de la convención. Ahí estaban los jefes de los distintos partidos. Lo más granado, lo más capaz.
Se suponía.
La pregunta, por supuesto, no es sí el Congreso ha de tener una cámara baja y un Senado. O si el presidente gobierna directamente o a través de un primer ministro. O si las leyes, en el fondo, las moldea el Ejecutivo o si el que las elabora y decide es el parlamento.
La pregunta es cómo este régimen político va a seguir dominando el país. Y a esa pregunta, los convencionales no tienen respuesta.
Negociaron varias veces, se apuñalaron por la espalda otras tantas, pero, al final, llegaron a la hora del examen, la sesión del pleno en que se votaría su informe, sin haber estudiado y sin el trabajo final completado. Faltaba que dijeran que se les había echado a perder la impresora.
Tuvieron que pedir que, por favor, rechazaron todo lo que ellos habían elaborado. Los demás convencionales no tuvieron ningún problema de cumplir con el requerimiento.
Pero el obstáculo es enorme. Los partidos del régimen real tienen que acordar un régimen formal. De lo contrario, no habría nueva constitución. Es cosa de imaginarse un texto que dispone derechos fundamentales, habla de esto y de lo otro, pero que no prevé un gobierno o un parlamento. Un estado sin cabeza.
Tal como los alumnos que postergan, ya con el agua al cuello, el examen, los convencionales aseguran que, con un par de días adicionales, todo va a quedar resuelto.
Pero también puede ser eso sólo un pretexto para repetir el año y ya. Como dicen unos célebres chicos que se volvieron virales en redes sociales: “póngame el uno y ke wea”.
Ya hay varios movimientos en ese sentido.
La amenaza de eliminar o sustituir el Senado, una de las propuestas que se discuten, llevó a los honorables de la cámara alta a contratar ayuda extranjera para defender sus escaños. Llamaron al Consejo de Europa, un organismo paralelo a la Unión Europea, y que tiene más estados miembros, porque no implica compromisos económicos y políticos. Y de ahí, enviaron en tiempo récord una delegación de la llamada comisión de Venecia, compuesta por representantes de las distintas naciones del Consejo de Europa, para que evaluara lo que se estaba haciendo en la convención.
Esa comisión fue creada tras el derrumbe del bloque soviético y dio las pautas para la elaboración de constituciones certificadamente liberales en los antiguos países socialistas. Una especie de FMI jurídico.
¿Qué tenía que hacer en Chile? Nadie se lo cuestionó mucho. Los especialistas llegaron en tiempo récord y evacuaron su informe con rapidez. Como era de esperar, no encontraron nada raro en las propuestas de la convención, pero cumplieron con el encargo: eliminar el Senado es el camino seguro al totalitarismo, dictaminaron.
Y, además respondieron a algo que, hasta ese momento, nadie les había preguntado. ¿Y si en el plebiscito se hacen tres o cuatro preguntas, en vez del tosco “apruebo” y “rechazo”?
Lo que se buscaría con esa artimaña es impedir que gane el “apruebo” a la nueva constitución y desplazar su elaboración al… Senado y la Cámara de Diputados.
Los juristas señalaron que sí, se podría hacer eso, pero todos los partidos tendrían que estar de acuerdo. De lo contrario, se notaría mucho el engaño.
El gobierno de Boric declaró que la opción de cancelar el trabajo de la convención y radicar la nueva constitución en el terreno dominado sin contrapesos por los partidos del régimen “no está sobre la mesa por parte del gobierno o no se ha puesto como antecedente certero de que haya una solicitud de tercera vía”.
El salto de la consigna “¡la convención se defiende!” a “no figura actualmente en nuestra agenda” es, en verdad, fascinante.
Lo más interesante de todo es que el desenlace de este drama político ocurrirá ahora, en las próximas cuatro semanas o algo más.
Claramente, el régimen se siente envalentonado. Tiene a un gobierno nuevo. Han pasado un par de meses sin movilizaciones demasiado grandes y ya cree que todo está bien para ellos.
Así, trama cómo implementar sus planes B y C que, de materializarse, constituirían un auténtico golpe a la democracia. Y todo, con la única consecuencia de profundizar su propia crisis y aumentar exponencialmente el repudio popular del que es objeto.
Esta gente parece enloquecida en su imbecilidad y putrefacción.
Pero, bueno, eso ya lo sabíamos.