La “operación militar especial” de Rusia significó un golpe casi demoledor para las proyecciones norteamericanas y europeas. Ante la imposibilidad de usar su maquinaria bélica, promovieron una guerra de sanciones para condicionar el desarrollo del conflicto. Los acontecimientos diarios demuestran que no lo han logrado.
Muchos analistas militares occidentales hablan de una fallida guerra relámpago -o “Blitzkrieg”- rusa. Dicen que Putin fracasó en hacer caer al gobierno ucraniano “en 24 o 48 horas” por el mero efecto de los bombardeos iniciales y una rápida toma de control de los centros de poder en Kiev. Otros sostienen, ya con menos especulación, que la operación rusa no pudo evitar el establecimiento de frentes fijos, algo que una ejecución exitosa del Blitzkrieg habría justamente prevenido.
Curiosamente, esa palabra que, también en su idioma de origen, el alemán, suena tenebrosa, es una creación, no de los militares nazis o de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, sino de sus oponentes. Los ingleses se referían a los bombardeos aéreos sobre Londres o Coventry como “the blitz”, los franceses motejaron el derrumbe de su ejército como el resultado del Blitzkrieg, los noruegos y griegos emplearon ese término para las operaciones que terminaron en la ocupación de sus países. Pero, tratándose todas ellas de operaciones de muy distinta naturaleza, el Blitzkrieg, menos que un concepto, es sólo una palabra que significa lo que dice: una guerra que fuerza muy rápidamente un desenlace, a la velocidad del rayo.
Lo más probable, entonces, es que esos estudiosos pro-Estados Unidos, tengan en mente una aproximación muy distinta: las estrategias norteamericanas, que se conforman con conquistar los puntos estratégicos de un país. El enemigo permanece entre y detrás de sus líneas. Si ataca a las fuerzas de invasión, éstas usan su poder aéreo para propinarles golpes contundentes. Se trata de guerras sin límites de duración. Los ejemplos más claros son Afganistán e Irak.
La que sí es un verdadero Blitzkrieg es la guerra económica impuesta por Estados Unidos y seguida por los países satélites.
Aunque ya venía siendo aplicada en diversos países del orbe, no había sido impuesta con tanta amplitud a ninguna nación. En Venezuela, por ejemplo, las sanciones económicas provocaron una crisis social y de migración que afectó a los países de Latinoamérica, pues tuvieron que asumir los costos de la guerra económica llevada adelante por Estados Unidos y Europa.
Ante la “operación militar especial” de Rusia, Washington quiso debilitar rápidamente su pilar económico, mediante una batería de sanciones que golpearían el meollo de sus principales fuentes de financiación externa.
El problema comenzó cuando esa guerra relámpago económica choca con las barreras rusas, que ya habían anticipado el régimen de sanciones. Y comienza a desmoronarse con la reticencia de los aliados de Estados Unidos de llevar las medidas al extremo. Es lógico: afectaría directamente a sus propias economías.
En este momento, los principales promotores y apoyos de la guerra económica constatan que sus efectos son limitados, y los satélites más pequeños ven con temor que siguen siendo vulnerables frente a Rusia.
Como en otras guerras, pero ahora en el plano económico, de una guerra relámpago se pasa a una de trincheras.
Han de subir su apuesta para afectar económicamente a Rusia. Pero eso aumenta también los efectos sobre sus propias economías. Y, peor aún, de manera desigual. Estados Unidos está más protegido que sus aliados europeos, y éstos, más que el resto de las naciones que no participan de la contienda, pero que sufren las consecuencias de manera amplificada, al carecer de resguardos y fondos para una crisis de este tipo.
El balance actual no satisface a los sancionadores. Decretan más y más castigos, embargos y restricciones. Impiden a Rusia a acudir a citas deportivas, le cierran las fronteras a sus aviones, le decomisan bienes en el exterior, censuran medios de comunicación, realizan ataques cibernéticos, apoyan a agitadores contrarios al gobierno, dirigen a la ONU, la OEA, la OTAN, la OMC, la OMS, y otras organizaciones mundiales para que aíslen a Rusia y, algo que es preocupante para cualquier país del mundo, toman control de sus las reservas en el extranjero.
Ahora no sólo tratan de frenar la guerra, sino que buscan destruir el país.
Paralelamente, ante la ineficacia de las medidas sancionatorias, e inhibidos de poder entrar directamente a la guerra sin provocar una crisis nuclear o una tercera guerra mundial, apuestan al desgaste militar de Rusia, introduciendo a Ucrania armamento de última generación, sin siquiera reflexionar que, en el futuro, podría ser usado en su contra por grupos terroristas.
La guerra económica impuesta a países más pobres es parte de las herramientas para destruir a los regímenes que no siguen los intereses de Estados Unidos. Lo han hecho por muchas décadas: Cuba, Venezuela, Irán, Iraq, Nicaragua, Yemen, Siria, Líbano, Libia, son algunos de ellos. Pero con Rusia la fórmula parece no funcionar. Que le afectará, no hay duda, pero Washington no previó las repercusiones económicas sobre la economía mundial.
Después de esta guerra, quedará un aprendizaje para los países del mundo y, especialmente, en América Latina. Deben tomar control de sus reservas internacionales, deberán contar con un poder de disuasión permanente, deberán constituir bloques económicos continentales, promover su industrialización y desarrollo productivo.
En suma, deberán luchar en contra de su condición de dependencia, si no quieren ser víctima de los juegos de poder de las grandes potencias.