Jair Bolsonaro es el presidente de la República Federativa de Brasil. Desde 2019, ha dirigido los designios del país, y llegó allí, después de una secuencia de cambios de gobiernos traspasados por la corrupción y el descrédito de la población. El gobernante tiene una sintomatología bastante corriente entre muchos políticos y gobernantes actuales de la región: es religioso, promilitarista, misógino, clasista, racista y conservador.
Como en muchos casos dentro de la política sudamericana, Bolsonaro es una figura cuestionable tanto política como moralmente. Es un engendro de los gobiernos que por décadas han usufructuado económicamente del pueblo brasilero, desde los más conservadores hasta los más progresistas.
En general, es tanta la estultez del mismo Bolsonaro que no sabe a ciencia cierta cómo salió elegido, pues no tenía un partido, ni una fuerza que lo respaldaba. Atribuía su triunfo a las redes sociales, en un país donde campea la pobreza extrema. De verdad, pudo acceder al poder por la inoperancia del sistema político, sumido en la corrupción y en los equilibrios de fuerzas beligerantes, donde todo se salda en dinero contante y sonante. Salió elegido, porque a las demás fuerzas políticas les daba lo mismo, pues siguen poseyendo el poder; además le servía este interludio para volver a reorganizarse y pactar nuevas alianzas entre ellos.
Se podría hablar de la ignorancia de un militar devenido en gobernante que cree que maneja un país como si fuera una reunión en un casino castrense. De la estrechez mental de sentirse tocado por Dios y no ser afectado por la pandemia. Peor aún, de creer que el virus que azota el orbe es una invención china y las decenas de miles de muertos se las tienen merecida. Y quizás, el mayor merecimiento es que reconoce a sus iguales entre todos los demás, a los más ruines, nefastos, sátrapas actuales: Piñera, Trump, Añez, Lenin Moreno, Macri, Guaido, Uribe, etc.
La historia no da para más. No hay más que decir.
De lo que se tiene que hablar es de un país gigantesco, económica, social y culturalmente, que tiene la particularidad de hablar portugués, lo que la aleja de los demás países hispano parlantes; pero que aún así está cerca, pues todos tienen una raíz latina. Tiene una gran masa de fuerza trabajadora, pero a la vez, posee una burguesía pequeña que hace alardes de una condición superior al resto del continente. Campea en sus calles el clasismo y el racismo. Posee una pléyade de fuerzas policiales y militares de todo tipo, que procuran contener y defender los privilegios de las clases acomodadas por encima de todo. En lo político formal, fuerzas divergentes se entrelazan y negocian el poder, pero caen rendidas ante la corrupción y el poder empresarial, lamentablemente nadie que entra a este ruedo se salva.
Bolsonaro, como otros, pasará. Esto no quiere decir que los gobernantes que vendrán serán mejores que él. Serán de la misma calaña, aunque traten de parecer más sensatos. América latina y Brasil se merecen gobiernos populares, con gobernantes que velen por su gente, que levanten la dignidad de su pueblo, y que configuren un futuro mejor para sus hijos. Y eso no se puede lograr en un sistema político basado en la riqueza de una clase que usurpa al pueblo constantemente sus riquezas, como en el caso de Brasil.