La decisión del presidente de Rusia, Vladimir Putin, de reconocer las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk como naciones soberanas, descolocó a Estados Unidos. La respuesta de Washington a esa sorpresa es escalar aún más el conflicto.
“Caía de maduro”. Así lo graficó Vladimir Putin en una larga exposición televisada. El reconocimiento de las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk sólo confirma una realidad. En ocho años de cruenta guerra, esas zonas han logrado defenderse y consolidarse como entidades autónomas. La negativa del gobierno de Ucrania a acceder a soluciones políticas al conflicto o implementar medidas para limitar las hostilidades, justifican el deseo de independencia de esos territorios.
Rusia había mantenido su apoyo en suspenso durante largos años. En las negociaciones con las potencias europeas y Estados Unidos, la clarificación del estatus del Donbas era vista como una potencial moneda de cambio.
Ahora, ya no hay marcha atrás.
Washington quedó en shock con la noticia. Claramente, no esperaba que la campaña de bombardeos y ataques iniciada por el régimen de Ucrania en contra de Donetsk y Lugansk, y que había obligado a la evacuación de miles de familias, recibiera esa respuesta en Moscú.
Como reacción, Washington anunció la cancelación de las conversaciones, previstas para este jueves, entre los cancilleres Antony Blinken y Serguei Lavrov. La Unión Europea impuso un primer paquete de sanciones económicas, limitadas en alcance, en contra de Rusia.
Mientras, tropas rusas, bajo la misión de “mantención de paz” fueron despachadas al Donbas, anticipándose a la amenaza de una invasión ucraniana y aumentando el costo de renovados ataques del régimen de Kiev a la zona.
Para el presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, eso ya es “la invasión” a Ucrania que, vanamente, ha venido prediciendo durante semanas.
Los gobiernos occidentales dejan a Rusia como agresor. Presentan la decisión del reconocimiento de las repúblicas populares como una violación de la integridad territorial ucraniana.
El reclamo no es creíble cuando se realiza sólo a conveniencia. No levantan sus voces en contra del apartheid de Israel impuesto sobre los palestinos, en contra de la invasión de territorios de Siria por fuerzas europeas y norteamericanas, en contra de la subsistencia de la ocupación militar y de cárceles ilegales de Guantánamo, en Cuba, en contra de la seguidilla de golpes de Estado conclusos o inconclusos en América, en contra de la guerra civil en Yemen, y un largo etcétera.
Ahora, sin embargo, el adversario que enfrentan es de mayor magnitud. Las potencias occidentales pueden castigar a regímenes como Bielorrusia, Venezuela, Nicaragua, Cuba, Siria, Irán y otros, con sanciones económicas y amenazas de intervención militar directa o indirecta. Pero no es lo mismo cuando se trata de países que, por el tamaño de su fuerza militar, economía y peso geopolítico, pueden provocar una crisis insospechada si son atacados.
Y ese es el caso de Rusia.
El paso dado por Moscú podría ser contenido políticamente por Europa. En sí mismo, sólo representa la aceptación de una realidad que nadie niega.
El problema a una solución diplomática es Estados Unidos.
Joseph Biden, bajo una fuerte presión política interna, no sabe cómo retroceder. No quiere ser visto como timorato o débil. Por eso lanza amenazas abstractas que, dice, concretará si no se le hacen caso.
Otro factor que impide una salida política es el régimen de Ucrania. Sus alegaciones de que su soberanía ha sido violada carecen de sustento material y moral. Durante ocho años de guerra ha avalado los ataques a la población civil del Donbas, ha atizado las acciones y amenazas de milicias neonazis ilegales, ha incumplido y bloqueado los acuerdos diplomáticos para reducción de las tensiones. Su cálculo ha sido siempre que, con el incremento de sus operaciones militares, podría obtener un mejor resultado en la mesa de negociación.
Como las amenazas abstractas de Biden no sirven en realidad, Kiev pretendió tomar en sus manos la solución del conflicto, atacando al Donbas. Pero con eso sólo agrava la situación general. En el cálculo del régimen ucraniano, sólo el aumento de la presión bélica le brinda posibilidades de supervivencia: a mayor riesgo de una guerra abierta, espera recibir más ayuda económica y militar de las potencias occidentales. Lo perverso de esa aritmética es que todos saben que la única “ayuda” eficaz sería el envío de tropas de la OTAN a Ucrania o la amenaza de ataques directos, con misiles, sobre Rusia.
Y todos saben que, en esa etapa del conflicto, el teatro de operaciones se abriría a toda Europa e incluso partes de Asia y África.
O, dicho con otras palabras: el inicio de una tercera guerra mundial.
Esa pesadilla es la que se quiere evitar.
Pero parece que -y esto es una constatación tenebrosa- para ciertas potencias occidentales una guerra mundial supone más una oportunidad que un peligro.