Las negociaciones para una “solución política” de la situación de los presos políticos del levantamiento popular demuestra, de manera cruda, el objetivo de la represión: mantener a los presos como rehenes y moneda de cambio del régimen político.
Cuando, a fines de 2020, un grupo de parlamentarios de la antigua Concertación presentó un proyecto de ley que concedía un indulto general a los presos políticos de la revuelta, muchos creyeron que se abría una posibilidad. Se podría, quizás de forma incompleta, lograr la salida de innumerables presos. Muchos de ellos cumplían más de un año cautivos, por medidas judiciales represivas del gobierno, presentaciones vengativas de la fiscalía y decisiones corruptas de los jueces.
Que se terminara ese abuso y esa persecución por una vía legal, parecía el camino más directo, e incluso, adecuado. Es el Estado el que utiliza todos sus recursos para imponer un castigo político a los presos y para amedrentar a la población con la amenaza de que cualquiera que se manifieste puede correr la misma suerte. Lo que correspondería, entonces, es que ese mismo Estado pusiera fin a ese crimen que se está cometiendo en su nombre y con sus instrumentos de poder.
Pero, ya desde un inicio, el asunto fue mandado a la cocina. Allí, a fuego lento, muy lento, todo se sometió a una hipócrita inspección.
Los juristas debatían sobre si el indulto general no era, en estricto rigor, una amnistía, dando pie a puntillosas distinciones y acaloradas defensas conceptuales.
Los especialistas pedían, una y otra vez, informes sobre cuántos presos había, en realidad; reportes que eran solicitados a los mismos perpetradores de la prisión política, que, para sorpresa de todos, daban cifras distintas y absurdamente contradictorias.
Y los legisladores discurrían sobre qué delitos debían ser incluidos en el catálogo, en su jerga inconfundible, que serían perdonados. Los acusados de saqueos, no. Los acusados de asesinatos, menos. Los violentistas, tampoco. El hecho de que la atribución de los ilícitos a los presos fuera arbitraria, injusta y falsa, y que en ese mismo abuso radicaba, justamente, el crimen que el Estado cometía en contra de quienes mantenía en la cárcel, se les escapaba a los meticulosos senadores.
Así, hoy en Chile hay personas que están sometidas al mismo castigo ilegal bajo la acusación falsa de haber ofendido a un paco o la de haber intentado matarlo. Da lo mismo. Ambos están presos, no por el delito, sino porque fueron capturados por la policía y designados a ser los chivos expiatorios de la desobediencia cometida por todo un pueblo. En ambos casos, las “víctimas” imaginarias y los falsos testigos mienten. En ambos casos, la fiscalía se empecina en mantenerlos presos. En ambos casos, los jueces blanquean y legalizan los montajes, los testimonios falsos y la prisión.
Así ha pasado otro año.
La cantidad de presos ha disminuido. La presión de la lucha por su liberación ha surtido efecto en muchos casos.
Atentos a las consecuencias posteriores, algunos jueces han levantado las prisiones preventivas o han absuelto a los falsamente acusados. La fiscalía, a sabiendas de que, en un juicio, sus maquinaciones -y las de la policía- quedarían a descubierto, ha intensificado los juicios abreviados: a cambio de reconocer las imputaciones falsas, los presos pueden recobrar su libertad, atendido a todo el tiempo ya transcurrido.
El nuevo gobierno es responsable también de esta situación. El presidente electo aprobó, en su momento, normas que dieron cobertura legal a la persecución política de quienes fueron parte del levantamiento popular. Se desdijo cuando su conducta fue expuesta ante el país. Y la reafirmó cuando le resultó políticamente conveniente.
Pero al ser responsable, en parte, de la situación, y no hacer nada por remediarla, el nuevo gobierno se convierte en culpable, y en todo, del crimen de Estado que significa la prisión política.
El cálculo cínico que se aplica consiste en esperar que el problema se resuelva solo.
Los plazos legales obligarán a los fiscales a abrir una acusación, los juicios se desarrollarán siguiendo su curso y, al final, estiman, sólo quedarán un par de personas, por las que nadie se interesará. El gobierno se reservaría para sí mismo el retiro de las querellas por ley de seguridad del Estado interpuestas por Piñera y, si fuera necesario, la aplicación de indultos presidenciales individuales.
Pero este gobierno que asumirá es tan débil, que duda hasta del más impúdico de sus planes. Teme, porque lo siente en su nuca, que, al castigo que ellos propician para otros, podría seguir el castigo que le inflija el pueblo.
Por eso, el grupo de Boric, en medio de las otras y múltiples tareas que le toca resolver durante este interregno, se ha puesto como objetivo que el Congreso saliente, y no el nuevo gobierno, cierre el asunto cuanto antes.
Para ello, ha buscado reactivar la cocina indigna en el Senado. Y, para ello, ha abierto la puerta a un arreglo sucio y criminal, que permita la impunidad de policías y militares torturadores y asesinos.
Ese, y no otro, es el contenido de las negociaciones que se realizan en público y en la mayor de las reservas.
Mientras, utiliza la desesperación de muchos familiares que, ante la falta de salidas, acuden al presidente electo y se aferran a la esperanza que toma, en manos de políticos hipócritas y pusilánimes, la forma de ilusiones y engaños.
La lucha por la liberación de los presos políticos es una tarea nacional, porque tiene un contenido moral irrenunciable. Son nuestros hijos, son nuestros hermanos, son chilenos comunes, como nosotros, que purgan un solo delito, ser parte de un pueblo que no se somete a los dictados de ladrones, saqueadores y explotadores, sin luchar.
Quienes emplean la prisión, la persecución política, la tortura, en contra de un pueblo cometen un crimen de Estado. Quienes permiten y propician la continuación de ese crimen son tan culpables como los que lo iniciaron.
Esa mancha infame marcará a este nuevo gobierno y a los partidos que lo apoyan, aún antes de asumir; no importa cuántos disfraces usen para taparla. La lucha por la libertad, sin condiciones, debe continuar. Los enemigos de esa causa deben ser identificados con claridad. Y sus responsabilidades deberán ser exigidas.