Una democracia a la medida

Estamos en el interludio entre un gobierno que se va y otro que viene. Muchas personas anhelan un cambio real, que los haga descansar de las tropelías y desvergüenzas de los agentes del Estado, de los partidos políticos, y esperan que haya menos desigualdad. Si hacemos un análisis conciso de los últimos 50 años, lo que se augura, no pinta muy bien.

Han pasado cerca de 49 años en que la represión y la muerte se hicieron normales entre la población. Quizás, un psicólogo diría que esa es una manera en que las personas pueden evadir ese problema. Lo lamentable de eso, es que durante este período no sólo la justicia no ha hecho nada por llevar a los tribunales y castigar a los culpables, sino que los partidos políticos han colaborado en la impunidad y han sido cómplices en la represión contra el pueblo.

Desde el 11 de septiembre de 1973, la muerte, la tortura y las detenciones fueron “pan de cada día” contra la población. El sapeo, las delaciones, las persecuciones, las “muertes naturales”, los allanamientos, los amedrentamientos, los falsos enfrentamientos, las ejecuciones sumarias, los centros de tortura, el terrorismo de Estado, asesinatos en el exterior, todo eso fue factible porque hubo un respaldo de la burguesía, de los partidos políticos, de la Iglesia, de sectores militares y de Estados Unidos, que validaban los golpes de Estado ante gobiernos que se apartaban de sus intereses. Es decir, en la tan vitoreada “democracia” se pueden hacer golpes de Estado y salir impunes.

La primera enseñanza que podemos sacar de lo ocurrido hace décadas es que el pueblo debe someterse a la burguesía, pues si no lo hace, será castigado.

Una vez “derrotada” la dictadura, continuó su quehacer político y económico sin tropiezos, entreverándose con los partidos que alguna vez había mandado al ostracismo. Ahora todos eran amigos, la impunidad entre socios se volvió legítima en todos los niveles. Es así como hijos de asesinados convivían con los asesinos; la normalidad de clase se imponía en la política.

La entrada al siglo XXI marca un renacer de la lucha de clases a nivel global y en nuestro país. Sabemos que es una lucha ininterrumpida, pero parece a los ojos “expertos”, a veces no estuviera. Uno de sus atisbos es el auge de las reivindicaciones territoriales mapuches, que se trataron de frenar concediendo terrenos, en una primera instancia, y, luego, reprimiendo de forma activa, azuzando los enfrentamientos. La violencia estatal se volvía habitual y permanente.

La segunda enseñanza es que en “democracia” se puede reprimir y usar la fuerza militar contra sectores que atentan contra la expansión de los intereses empresariales.

En los últimos años, en pleno auge de la lucha de clases en el orbe, las diversas crisis de índole económico, político y social han llevado al descrédito del sistema y de los gobiernos. Se han hecho evidentes sus estratagemas, sus artimañas, sus inmoralidades, sus corrupciones y sus miedos.

Eso se vio claramente en el levantamiento popular de octubre del 2019, cuando fallaron todas sus contenciones políticas frente a los fallos recurrentes de sus voceros, que se burlaban de las personas, en vez de solucionar los problemas. Eso llevó a la movilización de millones de personas que buscaban mostrar que eran la mayoría y debían ser oído. Fueron ignorados.

El gobierno, en colusión con los partidos políticos y con la venia de la burguesía, fue a reprimir ferozmente a la población y cerraron acuerdos de gobernabilidad, entre ellos. El objetivo fue salvar su pellejo.

La tercera enseñanza es que para la burguesía el pueblo puede ser exterminado. Lo fundamental es salvar los intereses económicos y mantener el poder como sea.

Respecto de estas tres enseñanzas, que sólo se remiten a los últimos cincuenta años, podemos argüir como corolario que en cualquier tiempo y bajo cualquier forma de gobierno de la burguesía, los intereses de la clase trabajadora no serán importantes, cuando está en juego la supervivencia de la clase dominante y la estabilidad de los gobiernos que apoyan. Utilizarán todos los métodos pacíficos y violentos para someter a la población: atacarán a los hijos, matarán a los padres, abusarán de las mujeres, maltratarán a los ancianos, aterrorizarán con sus medios de represión.

Aunque los políticos se muestren inofensivos, cercanos, inocentes, debemos recordar que detrás de ellos está la burguesía y sus intereses de clase. Persiguen mantener la educación clasista privada, seguir con la AFP, reformadas y maquilladas, mantener la salud pagada en beneficio de algunos, expandir la privatización de los recursos naturales, seguir con la desigualdad social, disponer de unas fuerzas armadas corruptas, una policía represiva que actúe bajo órdenes políticas, mantener a unos medios de comunicación zombies y fomentar la desmovilización política de las personas mediante promesas, cuentos y harto humo.

Para amargura de la clase burguesa y felicidad de la clase trabajadora, las crisis antedichas no son sólo circunstanciales, no sólo ocurren en Chile, sino que se presentan en todo el mundo de la misma manera y con patrones similares.

Lo que cambia es la fuerza que posee el pueblo.

En nuestro país, su fuerza latente es avasalladora. Lo mostró el 18 de octubre, en las movilizaciones, en las luchas territoriales de las poblaciones, en los retiros del 10%, en el plebiscito del apruebo, en las votaciones de constituyentes, incluso, en la segunda vuelta electoral.

Tienen miedo de ella tanto el gobierno que se va, como el que llega.

Les resulta imposible manejar tanta fuerza, pues la clase trabajadora se ha puesto como un poder paralelo a la clase burguesa, todavía sin una dirección o un norte claro, pero que avanza a pasos raudos a constituirse en un poder real.