Antes, el ahora presidente electo le había “avisado” a Piñera que lo iba a perseguir “nacional e internacionalmente”. Ahora, dice que es un “gran honor” hablar con ese violador a los derechos humanos. Antes, había prometido trabajar por la liberación de los presos políticos. Ahora, habla vagamente de revisar “caso a caso” si se mantiene el asedio judicial del gobierno o no. La floreciente amistad cívica, claramente, es selectiva.
No hay que negarle algo a Gabriel Boric: debe estar muy feliz. En redes sociales, su claque se desvive en elogios. En la calle, la gente le saluda y le pide selfies. Sus amigos en la convención constitucional, a la que asistió hoy, lo reciben en medio de vítores y abrazos muy apretados. En los medios de comunicación, los comentaristas de siempre descubren ahora que la elección se trató, no del anhelo de orden y moderación de la ciudadanía, sino de un reclamo de juventud. La prensa internacional no puede menos que asentir, al retratarlo como el presidente millenial y -casi- europeo que inaugura una nueva era política.
Las rápidas y, necesariamente, breves, biografías que se difunden de Boric lo pintan, en suma, como un ganador nato, un winner serial: ganó el centro de alumnos de Derecho de la Chile, las elecciones al senado universitario, a la Fech, al Congreso -dos veces-, las primarias y la presidencial.
Ese retrato no pudo pasar inadvertido para quien ha hecho del éxito personal una especie de culto: Sebastián Piñera. El gobernante propuso, en la noche de la elección, una reunión al día siguiente, siguiendo las “tradiciones cívicas”.
Como toda tradición inmemorial, alguien la inventó, de la nada misma, alguna vez. En este caso, fue el presidente Jorge Alessandri en 1964, quien fue a visitar a Eduardo Frei en su casa de calle Hindenburg. Frei, y eso fue significativo en ese momento, hizo lo mismo con Allende en 1970. Después, nadie visitó a nadie por un largo período, hasta que Aylwin fue a ver al hijo de Frei, que se había convertido en presidente en 1993.
Desde entonces, es una “tradición”, y muy “republicana”, por supuesto. Pero Boric no distinguió adecuadamente el sentido del acto. En vez de esperar que Piñera lo fuera a ver a él, en reconocimiento del favor popular que recibió el domingo, Boric fue a visitar a Piñera en La Moneda, en un acto de reconocimiento a un gobierno de mierda.
Allí, Piñera le tomó el peso al futuro mandatario. Hizo que se pusiera su pin chileno-gringo en la solapa, le notificó -o no, quién sabe, en realidad- que el día siguiente pondría discusión inmediata a su improvisado proyecto de “renta garantizada universal”, forzándole la mano al presidente electo y a su coalición, sólo por joder, y le mostró La Moneda, como si fuera su dueño.
El presidente electo, algo rebajado ya en su entusiasmo, celebró la reunión como un gesto republicano, de amistad cívica.
Ya queda claro que esa amistad, será cívica, pero se dispensa a círculos muy cerrados. No son acreedores de ella los presos políticos del levantamiento popular, a pesar de que la muchedumbre que celebró la victoria electoral que ella le había dado a Boric, exigía su liberación en términos que sólo una persona muy engreída o desconectada con el mundo exterior podría confundir como un mero grito ritual de algo que ya pasará solo.
Pero exactamente eso es la estrategia escogida por el futuro gobierno. La posibilidad de un indulto general o amnistía ya ha quedado en el olvido. Hábilmente, sus asesores desplazaron el problema a las querellas por ley de seguridad del Estado interpuestas por el gobierno de Piñera.
Pero esa es sólo una de las medidas de represión, realizada aquí mediante el Poder Judicial. No se consideran las leyes especiales, dictadas para dirigir la represión en contra de las movilizaciones, como las famosas leyes “antibarricadas” o “antisaqueos”, cuya tramitación en el parlamento recibió el voto favorable del futuro presidente de la República.
Reducida la violación de los derechos humanos que implica la prisión política desatada por el Estado en contra de quienes se manifestaron desde el 18 de octubre a un tecnicismo legal accesorio, resultó fácil pasar de la promesa de que se retirarían todas las querellas a que eso se vería “caso a caso”. Es decir, en algún caso se reduciría la intensidad de la persecución estatal y, en otro, quizás, se mantendría.
Es lógico. Ningún gobierno, tampoco el futuro, querrá prescindir de su capacidad de reprimir las movilizaciones, también futuras. Uno nunca sabe ¿cierto?
El cálculo de las autoridades que asumirán en marzo próximo es evidente: quieren que el problema se resuelva solo. En los menos de tres meses que quedan, o algo más, esperan que se agoten los plazos, y la fiscalía levante acusación formal o se desista, como lo ha hecho tantas veces, o bien, que los propios tribunales decidan cambiar la prisión por arresto domiciliario u otras medidas.
Una salida conveniente, se dirán, pero que olvida que ese supuesto pragmatismo sólo los convierte en cómplices de una abierta violación a los derechos humanos cometida por el Estado.
Pronto, cuando ya sea presidente, Gabriel Boric se verá en la extraña situación de tener que condenarse a sí mismo, del mismo modo en que condena hoy a sus futuros colegas de Cuba o Venezuela.
En fin, estos días al menos van dejando claro de quiénes son amigos esta gente. Del pueblo -y del pueblo que los votó- claramente, no.