El sargento de Carabineros Rodrigo Puga cayó alcanzado por una bala mortal frente al teatro Caupolicán. La reacción primera de la institución fue culpar a una inexistente turba “de extranjeros”. Horas después, tuvieron que quitarle el título de mártir: lo había matado un colega mientras estaban pituteando.
La historia era rara desde un comienzo. Según Carabineros y el gobierno, el sargento Puga había ido a una fiesta tecno en el tradicional Teatro Caupolicán y, a las cuatro y media de la mañana, después de un par de horas de punchi-punchi, una bala loca disparada en medio de una refriega de “bandas de extranjeros” le alcanzó, causándole la muerte.
La ministra del Interior, Carolina Tohá, expresó sus condolencias a la familia del padre de dos hijos y prometió que los responsables serían encontrados y recibirían “el castigo que merecen”.
Horas después, la secretaria de Estado, normalmente locuaz, tartamudeaba en un set de televisión. “Los hechos evolucionan”, reflexionó, apoyándose en Heráclito, el filósofo materialista griego. En este caso, sin embargo, la cosa era más platónica. Nada había evolucionado: la primera versión de los pacos siempre fue una mentira, que el gobierno, por supuesto, hizo suya.
La verdad es que a Puga el tecno gay, probablemente, no le gustase mucho. Pero estaba ganándose unas lucas de guardia privado en el evento. Y uno de sus colegas, también paco, lo mató. Nadie sabe por qué ni cómo. Dicen que fue un “accidente”. ¿Le aplicarán la ley Nain-Retamal?
Y así, luego de menos de un día, Puga dejó de ser mártir. Su muerte estaba demasiado cerca de la realidad; ya no encajaba en el cuadro idealizado que pintan jefes y autoridades.
Carabineros echó a otra funcionaria que estaba trabajando allí esa noche y la historia de Puga será enterrada junto a su malogrado cuerpo.
Otra lección para los pacos PNI: cuando no les sirven, los desechan.