La guerra de nervios en Venezuela ya tiene, si se quiere, su desenlace. Luego de apoyar al rol de Brasil en la búsqueda de una salida negociada a la disputa política, Washington tiró el mantel y declaró, por sí y ante sí, a Edmundo González, el candidato títere de la derecha venezolana, como el “ganador oficial” de las elecciones. Si tan sólo fuera tan simple.
Hay que concederle al mundo una cosa. Venezuela es, en contra de todas las apariencias externas, notablemente difícil de comprender.
Por ejemplo, tuvo un “presidente en ejercicio”, reconocido por una gran parte de los países del mundo, entre ellos, ciertamente, los más ricos y poderosos. Pero ese peculiar mandatario sólo gobernaba sobre el parlamento, de mayoría opositora, y cuyos poderes habían sido derogados por la justicia y por la instalación de una asamblea constituyente dominada por el chavismo.
Hubo, por ende, un período en que ambos cuerpos sesionaban simultáneamente, atribuyéndose, cada uno, facultades legislativas plenas y mutuamente excluyentes.
Pero ese hecho no es lo complicado de Venezuela. Se trata de un pequeño detalle que pasó inadvertido durante todo ese conflicto: los dos parlamentos enfrentados realizaban sus debates y votaciones no sólo al mismo tiempo, sino en el mismo edificio, el Capitolio Federal. Unos estaban en el antiguo Senado, los otros en la otrora Cámara de Diputados.
Nosotros dijimos, sólo un par horas después de que el Consejo Nacional Electoral proclamara la victoria de Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales, que se abriría una ya acostumbrada disputa política con “agitación en las calles, presiones internacionales y… negociaciones”.
Y así ha sido.
A pesar la jadeante cobertura mediática, en que caen las estatuas de Chávez, como si fueran las de Saddam Hussein, la agitación no ha sido, hasta el momento, demasiado significativa y constante. María Corina Machado, la jefe derechista de la oposición, realizó una breve manifestación en el barrio alto de Caracas. La acompañó un cada vez más deprimido Edmundo González, el hombre que, según dicen ellos, los venezolanos eligieron su nuevo presidente.
Con algo más de éxito, pero sin exagerar, Maduro recibió una marcha sindical en el palacio presidencial. Mientras, las barricadas y choques violentos aparecen y se van, sin detener la -tensa- vida cotidiana.
Las presiones internacionales, en tanto, operan como si tuvieran puesto el freno de mano.
Una resolución de la OEA, promovida, entre otros países, por Estados Unidos y Chile, fracasó, al no reunir los votos suficientes. El presidente del Consejo Permanente hubo de reconvenir al canciller peruano, representante, por cierto, de una ejemplar democracia, por su desaforado griterío y golpes sobre la mesa. “Somos profesionales”, le recordó, severo, Sir Ronald Sanders, el embajador de Antigua y Barbuda, quien dirigió la sesión.
Un intento análogo de la Unión Europea también se malogró. Según versiones de prensa, habría sido el veto húngaro el que impidió una declaración conjunta. Pero se puede suponer que los demás países juzgaron demasiado trabajoso convencer, una vez más, al gobierno de Viktor Órban de deponer sus objeciones.
Ante los obstáculos, Washington decidió forzar la crisis. En una declaración en la noche del jueves, el secretario de Estado, Antony Blinken, declaró a Edmundo González el ganador de las elecciones, sin más trámite que la voluntad del imperio.
La decisión ocurre luego de que el gobierno de Nicolás Maduro desplazara la disputa por los resultados de los comicios al Tribunal Superior de Justicia y desafiara a la oposición a presentar sus reclamos ante los magistrados.
Así, Estados Unidos, desechó su postura más cauta, en que había respaldado el rol de Brasil como una especie de mediador, para asumir la ya conocida estrategia de Juan Guaidó.
Ahora, los gobiernos que habían centrado su posición en la “verificación de las actas” por observadores “imparciales”, quedaron en off side.
Ese reclamo ya partía con un problema enorme. El principal organismo que cumplía con ese perfil, es decir, ser parcial a Estados Unidos, abandonó el país, sin avisar a nadie y sin cumplir con los compromisos que había asumido, incluyendo la observación de los procesos de auditoría prescritos por la ley venezolana, o sea, entre otras materias, las famosas actas.
Desde Atlanta, la organización que lleva el nombre del fallecido presidente Jimmy Carter, sostuvo que la elección no se ajustó a “estándares democráticos” debido a que… la campaña electoral previa no habría dado iguales condiciones al oficialismo y a la oposición. Esa circunstancia parece ser común en muchos países, pero en el caso de Venezuela, por lo visto, es inaceptable.
Sobre las actas, los observadores estadounidenses no perdieron palabra alguna.
Ellos, por cierto, estuvieron allí cuando ocurrió todo, en el centro de cómputos del CNE y en las demás instalaciones empleadas por el sistema electoral.
Podrían, si así lo desearan, pronunciarse sobre el ataque cibernético que afectó la transmisión de los datos y que, claramente, ha retrasado la publicación de los resultados detallados y su respaldo documental. Podrían, si así lo quisieran, desmentir esa información como un simple invento de Maduro o, por último, ponerla en duda. Pero sobre eso, los observadores imparciales también guardaron cuidadoso silencio.
Queda claro, con la decisión de Washington, el motivo de esa misteriosa omisión.
Mientras todo el mundo u “Occidente”, para ser precisos, se distraía con el cuento de “las actas”, Estados Unidos, antes de que se examinara ningún documento, decidió actuar y forzar la crisis.
Esa decisión es consistente con el relato que, desde el primer momento, tejió la derecha venezolana.
Recordemos: ésta reclamó, primero, que el fraude consistía en que no les entregaban las actas (sus copias, en rigor).
Después, por arte de magia, afirman que ellos tienen ahora todas las actas, sin más pruebas que un sitio web que sólo funciona para mostrar a algunos de esos supuestos documentos -y que les favorecen, por supuesto.
Pero, en realidad, el planteamiento de la oposición no es que haya un fraude, contra el cual procederían reclamos ante la justicia y la exigencia de anular la elección. No. Lo que ellos dicen es que ellos ganaron, que Edmundo González, el decrépito muñeco de ventrílocuo de Machado, es el “presidente electo”… y punto.
Lo único que falta es que alguien saque del camino a Maduro y su gente.
No ellos, eso sí.
Ellos no, porque carecen de la fuerza política y el respaldo popular (67%, según su último “conteo”) para lograrlo solos. Entonces, lo que piden es más bloqueo económico, más financiamiento para su “lucha por la libertad”, y plomo, harto plomo, para repartir entre los venezolanos.
Ahora, las cosas quedaron claras.
Era puro cuento lo del fraude.
Siempre lo fue.
Pero es útil.
El procedimiento es similar al ocupado en el golpe en Bolivia en 2019. Entonces, la oposición también reclamó un fraude. La justicia había ordenado suspender la llamado transmisión rápida de los votos durante 24 horas. La misión electoral de la OEA corroboró rápidamente las acusaciones. Presionado por el ejército y aislado, el presidente Evo Morales, que había alcanzado una victoria en primera vuelta, renunció a su cargo y asumió un gobierno golpista encabezado por Jeanine Áñez.
Después se comprobó que el reporte final de los “observadores imparciales” de la OEA había manipulado los datos con los cuales justificó la existencia de “irregularidades”, incluyendo la atribución de las actas destruidas por manifestantes opositores como parte del supuesto fraude realizado por Evo Morales.
Pero, para entonces, la narrativa del fraude poco importaba.
Veremos ahora, en Venezuela, qué dice la respetable sociedad liberal que animosamente ha levantado su voz en favor de la “transparencia” y los “estándares democráticos”, cuando éstos benefician a la gente “correcta”.
Por ejemplo ¿pedirá el presidente chileno que, según nos enteramos, actúa movido por “principios” en este asunto, una “verificación imparcial” del conteo de votos privado efectuado por la derecha golpista?
¿Importa eso, en verdad?
Porque en Venezuela las cosas no son tan simples. El “presidente electo”, por decreto de Estados Unidos, todavía tiene que conquistar el poder.
Y eso no es fácil, más aún cuando todos empiezan a mostrar sus cartas.