Nicolás Maduro se impuso en las presidenciales en Venezuela. La oposición denuncia un fraude. Como contexto: ya son 31 elecciones desde la victoria de Hugo Chávez en 1999 en que este patrón se ha repetido, con sólo dos o tres excepciones: los comicios en que, justamente, la oposición logró vencer al chavismo. Ahora, la disputa política se traslada a la agitación en las calles, las presiones internacionales y… las negociaciones.
Según el informe del Consejo Nacional Electoral, CNE, con el 80% de las mesas escrutadas, Nicolás Maduro obtuvo 51,2% de los votos; el principal candidato opositor, Edmundo González, sólo logró un 44,2%, desmintiendo las predicciones triunfalistas, encuestas pagadas y sondeos a boca de urna, que le habían augurado una ventaja de hasta 30 puntos porcentuales.
Los resultados –“contundentes e irreversibles”, según el CNE- fueron dados conocer pasada la medianoche. Las autoridades explicaron el retraso con un ataque cibernético que afectó la transmisión de los datos desde los locales electorales al centro de cómputos.
El presidente Maduro se presentó frente a una multitud que se congregó frente al Palacio de Miraflores en Caracas. “No es la primera vez que pretenden vulnerar la paz de la República, la vida nacional. Hay que ver qué país del mundo, después de recibir 930 sanciones criminales, después de haber sufrido lo que hemos sufrido, cuál país se atreve a convocar elecciones. Quiero que me digan. Las convocamos, se realizaron de manera ejemplar y puedo decir ante el pueblo de Venezuela y ante el mundo, soy Nicolás Maduro Moros, presidente reelecto de la República Bolivariana de Venezuela”, exclamó, desafiante.
Maduro señaló que esperaba que se abriera una etapa de “estabilidad y paz” y alertó sobre el peligro de una respuesta violenta de la oposición.
Ésta se mantuvo en silencio. Poco antes de que se dieran a conocer los resultados habían estado filtrando “datos” y “proyecciones propias” a los corresponsales extranjeros en Caracas. Esos números daban, por supuesto, a González como ganador en una jornada electoral que sus propios voceros habían celebrado como “ejemplar” e “histórica”.
Cuando se evidenció su derrota, la oposición cambió rápidamente del triunfalismo a la denuncia de un fraude electoral.
Desde temprano, los dirigentes de la derecha habían fijado los elementos del que sería su relato.
Al mediodía, María Corina Machado, la jefa del bloque opositor, se había ufanado de que disponían de testigos, apoderados, en todas las mesas electorales, y que, en total, tenían desplegados a más de un millón de personas “con tareas específicas” en todo el país.
A esa afirmación inverosímil añadió que la consigna era que ningún apoderado podía irse del local votación “sin llevarse el acta”. Los apoderados acreditados, en efecto, reciben, además de otros funcionarios, una copia del acta oficial de escrutinio que es transmitida al centro de cómputos.
En el discurso de Machado se podía entrever que debían ser los partidos opositores, y no la autoridad electoral o, en última instancia, la ciudadanía, los jueces de los resultados finales, pues los opositores, y sólo ellos, tendrían las actas, las que se habían llevado.
El otro elemento del relato era la pretensión de que la participación electoral había batido “todos los récords”, como repitió incesantemente Machado. Esa aseveración contrastaba con las imágenes de televisión que mostraban locales electorales bastante despejados, incluyendo aquel en que sufragó la propia Machado.
Y en efecto, cuando el CNE dio a conocer los resultados, los operadores ensamblaron los elementos que habían sembrado durante el día. Afirmaron que ellos sólo tenían un 30% de las actas y que una proyección de la votación que ellos habían contado le daba una amplia ventaja a Edmundo González.
Había, desde luego, un problema matemático en todo esto. Como no podían dejar de “proyectar” los votos que había obtenido Maduro o, mejor dicho, que Maduro obtendría indefectiblemente, “el piso” del chavismo -al menos 4,5 millones de sufragios- el supuesto “récord” de participación debía ser la fuente de la imaginaria ventaja de González. De ahí, decían, habrían venido los votos.
Sin embargo, a la hora de la derrota, la propia Machado cambió bruscamente el guión.
Se presentó junto a Edmundo González, a quien le arrebató el micrófono e, inesperadamente, lo proclamó “vencedor” por un margen de 70% frenta a 30% de Maduro, obviando, de paso, a la decena de otros candidatos que también se habían presentado a las elecciones.
Un desconcertado González observó como Machado obvió todos los complicados argumentos que sustentarían la tesis del fraude y, sin más explicación, lo proclamó “presidente electo” de Venezuela.
Las acciones a seguir, concluyó Machado vagamente, serían dadas a conocer “en los próximos días”. Previamente, había invocado lo que vendrá a ser el factor principal de la contienda política: “la presión de la comunidad internacional”.
Al “presidente electo” sólo le quedó balbucear algunas palabras para cerrar el extraño desenlace de la estrategia opositora.
Las cabezas de la oposición habían esperado que Maduro terminara su discurso en Miraflores… y a otra declaración, que vino del lejano Japón. Allí, el secretario de Estado Antony Blinken se había mostrado cauto y se limitó a exigir la presentación “tabulada” de los resultados finales.
La “presión internacional” se mostró, en efecto, cuidadosa. Todos están ya vacunados en contra de la estrategia del presidente paralelo, “en ejercicio” o, como ahora, “electo”.
La única excepción fue, para variar, el presidente de Chile, Gabriel Boric, quien se adelantó y, hablando en nombre de la “comunidad internacional” y de “millones de exiliados” venezolanos (una calificación que los migrantes con residencia irregular en Chile deben haber anotado con atención), exigió la “total transparencia de las actas y el proceso”. De contrario, amenazó, él no reconocería el resultado, en otra insospechada ampliación de sus facultades presidenciales.
Mientras, los “exiliados” que se habían congregado durante horas en el coqueto barrio en torno a la plaza bautizada, coquetamente también, “de la Alcaldesa”, en Providencia, fueron dispersados por la policía. Las quejas de los pitucos vecinos acallaron los gritos de libertad o, más preciso, los parlantes desde los que tronaba salsa y reguetón.
Parte de lo ocurrirá en los próximos días es previsible: la “presión internacional”, manifestaciones opositoras, pero también un realineamiento político en el continente.
Maduro no cedió a las presiones previas que provinieron de Brasil y de Colombia; como un gesto malicioso, dirigido, sobre todo, al presidente Lula da Silva, había cancelado la invitación al ex mandatario argentino Alberto Fernández, que se había sumado al discurso de la inevitabilidad de la victoria opositora.
A Maduro, por el momento, no le hacen falta esos “aliados”.
Su foco está en Estados Unidos.
Estas elecciones fueron convocadas según los términos acordados con Washington en las rondas de conversaciones secretas en Qatar.
Ese acuerdo abrió, en lo inmediato, una licencia de venta de petróleo a la multinacional estadounidense Chevron (además de la italiana INI y la española Repsol), un esperado alivio al bloqueo que ahoga a Venezuela desde 2019. Pero podemos presumir que, a cambio de esas concesiones, Washington podría haber concedido algún tipo de promesa de abstenerse de promover un golpe en contra de Maduro.
Así, los “demócratas” tendrían que armar su campaña de desestabilización, por una vez, sin los recursos de EE.UU.
El periódico financiero Wall Street Journal, en vísperas de esta elección, publicó un reportaje de cómo inversionistas yanquis favorecerían la continuidad de Maduro: “mejor un diablo conocido”, según el diario. Lo que está en juego, explica el Journal, son más licencias de explotación de crudo y un acuerdo de reestructuración de la deuda externa mediante bonos por ingresos futuros de la exportación de petróleo.
El proceso nacionalista y popular liderado por Hugo Chávez había llegado a un límite ya antes de su fallecimiento. En ese momento estuvo puesta la disyuntiva: si no se avanzaba en transformación dirigida por el pueblo, y no por las dirigencias políticas y militares del chavismo aliadas a la burguesía local, la crisis en Venezuela se prolongaría sin fin.
Eso es lo que ha quedado confirmado ahora, en contra, una vez más, de la opinión de la “la izquierda” liberal que busca en la irremediablemente corrupta derecha venezolana la satisfacción de sus fantasías “democráticas”.
Ya deberían saberlo: la oposición pronto se dividirá en mil fragmentos. Y muchos de ellos buscarán un acuerdo con el chavismo, como siempre lo han hecho.
Pero Nicolás Maduro, ya acostumbrado a navegar las tormentas, deberá preguntarse -y de manera urgente- cuándo y cómo le cumplirá a su pueblo que, a pesar de las privaciones y sacrificios, le dio, otra vez, una nueva oportunidad.