A puro aguante, Julian Assange, el fundador de Wiki Leaks, conquistó su libertad luego de más de una década de persecución, encierro, calumnias y traiciones. La administración Biden le impuso un último suplicio: debió declarase culpable del delito de “espionaje”. Es el término que el imperialismo usa para designar… a la verdad.
La idea inicial de Julian Assange parece hoy casi ingenua. Si exponen los hechos que los estados quieren mantener en secreto, los ciudadanos podrían repudiar las acciones que se realizan en su nombre, pero sin su consentimiento.
El periodismo burgués -especialmente, el estadounidense- postula exactamente la misma idea. La diferencia está en que Assange y WikiLeaks, la organización digital que él creó, pusieron en práctica ese postulado.
Centenares de personas, funcionarios públicos, militares, empleados de transnacionales, enviaron a Wikileaks la información que los poderosos querían ocultar. Desde los borradores del TPP-11 hasta los correos privados del jefe de la CIA, de los documentos del banco suizo Julius Baer hasta las actas de las tratativas del FMI y Grecia, WikiLeaks lo subía a la red y los interesados podían hacerse una idea de cómo las cosas realmente funcionan bajo este sistema.
Sin embargo, fueron dos enormes bases de datos, los cables diplomáticos del Departamento de Estado de EE.UU. y los documentos oficiales sobre la actividad militar estadounidense en Afganistán, los que cimentaron el prestigio de WikiLeaks.
De hecho, no hay medio de comunicación que pudiera superar lo que logró WikiLeaks. El mundo pudo hacerse una idea cómo realmente actúa la mayor potencia imperialista. La importancia de esas publicaciones sólo tiene un precedente de esa magnitud: la publicación en 1917, ordenada por los bolcheviques, de los tratados secretos entre el régimen zarista y las potencias de la Entente, que develaban los verdaderos objetivos de los contendientes de la I Guerra Mundial.
En comparación, otros “golpes periodísticos”, como la divulgación de los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam o las revelaciones del escándalo Watergate, realizados por el New York Times y el Washington Post, fueron instrumentados por sectores del mismo régimen.
En el caso del material sobre Afganistán e Irak y los cables diplomáticos de Estados Unidos, sin embargo, fue una mujer trans, sin recursos ni conexiones, Chelsea Manning, soldado de la 10ª División de Montaña, desplegada en las afueras de Bagdad. Pagó con siete años de cárcel por traspasar el material a WikiLeaks y por su convicción de que el mundo debía conocer la verdad.
La sensación mundial provocada por WikiLeaks pronto dio paso a la venganza de los perjudicados. Julian Assange, celebrado como un innovador, pronto era descrito por la misma prensa que lo había elevado a la fama, como un ser desagradable y tiránico.
El siguiente paso fue un infamante proceso por abuso sexual. Las acusaciones carecían de sustancia, pero el procedimiento judicial en su contra buscaba no sólo desacreditarlo, sino asegurar su envío a Estados Unidos para ser juzgado.
Assange buscó refugio en la embajada de Ecuador en Londres, donde se encontraba en ese momento. Cuando el 19 de junio de 2012 cruzó la puerta del edificio de calle Hans Crescent número 3, no podría imaginarse que no saldría más de ese lugar durante siete años, y sólo para entonces ser arrastrado a la fuerza a un carro policial que lo llevaría a la cárcel de alta seguridad de Belmarsh.
12 años en total duró el cautiverio de Assange, marcado por el creciente distanciamiento de quienes otrora lo habían celebrado.
Su libertad llegó luego de que un tribunal inglés autorizara la apelación al decreto de extradición que pesaba en su contra. Sin duda, calculando costos y beneficios, riesgos y oportunidades, el gobierno estadounidense cedió.
Sin embargo, quiso imponerle una última humillación: debía declararse culpable del delito de espionaje ante un juzgado en las islas Marianas, una colonia de Estados Unidos en el Pacífico, antes de poder regresar a su Australia natal.
Pero no pudieron imponerle su forma cínica de pensar, su concepción utilitarista de la vida o sus valores, que sólo miden en dólares.
Assange salió de este suplicio golpeado, pero entero. Al final, igual les ganó.