Suena cruel. Y lo es. El asesinato de tres funcionarios de Carabineros, en circunstancias poco claras, tuvo la conclusión que todo el mundo esperaba. Detrás de los llamados a “la guerra”, a “copar Chile” y las “respuestas militares proporcionales”, siempre se escondió el propósito de salvar de la persecución criminal al mando corrupto de la policía uniformada. Eso, por lo visto, requiere de ciertos sacrificios.
La ministra del Interior, Carolina Tohá, nunca ha sido una política de gran éxito. Sus ascensos han obedecido al patronazgo de Ricardo Lagos y a sus vínculos con oscuros intereses empresariales. Cuando fue presidenta del PPD, Soquimich, la compañía del yerno de Pinochet Julio Ponce Lerou figuraba en los registros partidarios como “militante” de la tienda, un miembro, por cierto, tan dadivoso como exigente. Y tuvo que ser el gobierno de Boric que, luego de un período en la sombra, elevara tanto a Tohá como Soquimich a las cumbres del poder.
Las carencias de Tohá a la hora de tomar decisiones, sin embargo, las compensa con una notable capacidad para el toyo. En efecto, ella es la reina de las reuniones. Cuando el personal dirigente lucha por encontrar respuestas y soluciones, Tohá llena el vacío con cantidades monumentales de bullshit, aquel preciso concepto gringo que supera por lejos a nuestras huevadas, mucho menos específicas.
Luego de más de dos años, el gobierno se vio enfrentado a un problema cuya existencia conocía desde antes de asumir. El mando de Carabineros y sus principales estructuras están completamente capturadas por un esquema corrupto que impide, entre otras cosas, la realización correcta de las más elementales tareas policiales. Eso, naturalmente, iba a favorecer el agravamiento de una serie de fenómenos sociales indeseables.
Y este problema, grande, enorme, fundamental para el Estado, tiene una expresión particular: el general director de la institución, Ricardo Yáñez, y su antecesor en el cargo, enfrentan acusaciones judiciales por su responsabilidad en los delitos de lesa humanidad cometidos en contra del pueblo durante el levantamiento de 2019.
El gobierno de Boric, desde un inicio, se comprometió a proteger a Yáñez. Su caída podría desestabilizar las corroídas estructuras de Carabineros y podría llevar a sus jefes y funcionarios a actuar “por la libre”, ya no en el ámbito de la delincuencia, como ocurre ahora, sino privando a todo el régimen de la garantía de protección ante eventuales movilizaciones populares.
Sin embargo, el hecho de que una de las causas en contra de Yáñez avanzara en la justicia, obligaba a La Moneda a tomar una decisión. Para este gobierno, esos momentos son horríficos. Y ahí es cuando entran los talentos de la ministra Tohá. ¿Para qué actuar, si se puede chamullar? Y en eso último Tohá es una maestra.
Así se inventó el “criterio Tohá”, que básicamente sostenía, en abstracto, que, ante la formalización de cargos criminales en contra de un funcionario de gobierno, éste debía dejar su puesto en el instante en que se realizara la audiencia ante un juez de garantía; y no antes, se entiende. Así, la decisión no la tenía que tomar el Ejecutivo, sino la fiscalía.
Alguien diría que no es buena idea cederles a los fiscales semejante poder, que está fuera de su ámbito de atribuciones. Otro podría objetar que ese famoso criterio sólo aplaza lo inevitable, un método que pocas veces rinde frutos. Y, además, si se quiere salvar a Yáñez ¿para qué inventar una doctrina general? Cualquier funcionario acusado de un delito, podría invocarla y quedarse en el cargo hasta ser formalizado.
Pero nada de eso importa. Lo único que importaba era salvar a Yáñez.
Pero cuando se conoció la noticia del asesinato de tres carabineros en la comuna de Cañete, todo ese edificio se vino abajo. En los días previos, se suponía que ya se había llegado a un acuerdo con Yáñez para que éste renunciara después de las ceremonias del aniversario del Cuerpo de Carabineros. Pese a ello, el general había activado todos los recursos judiciales imaginables para intentar suspender su formalización y quedarse en el cargo.
Con los cadáveres de los funcionarios sobre la mesa, Yáñez rápidamente tomó la iniciativa. Era ahora o nunca.
Declaró la muerte de los carabineros “matar el alma de Chile” y a sí mismo como el más dolido por su deceso.
Pero, además, por si las moscas, empleó el truco más viejo en el arsenal corrupto de los pacos: las llamadas inventadas al 133, usadas para blanquear procedimientos ilegales, dar cobertura a actuaciones pocos santas, y en este caso para vender la especie de que los policías asesinados habían sido víctimas de una “emboscada”, iniciada por una llamada anónima de emergencia – ¡cómo si alguna vez siquiera respondieran el teléfono!
La verdad era otra. Los funcionarios realizaban una tarea regular: revisar el cumplimiento de los arrestos domiciliarios. Ya desde el primer momento, estaba operando la máquina de encubrimiento y protección de los pacos.
No se sabe quién mató a los policías. Lo que sí está claro es que ocurrió algo absolutamente excepcional. Las víctimas pertenecen a la sección militarizada que opera en los territorios mapuche. Los funcionarios estaban armados hasta los dientes y se desplazaban en una camioneta blindada, además de contar con el nivel máximo de los elementos de protección.
Todo carabinero sabe que ante cualquier situación extraordinaria la primera medida es dar aviso por radio. En este caso, sin embargo, los policías, aparentemente, se desvanecieron en el aire hasta aparecer muertos en su propia camioneta a prueba de balas.
¿Se sabrá alguna vez qué pasó?
No parece muy probable. La investigación quedó a cargo de los propios Carabineros, cuyo historial de falseamiento de pruebas y, hay que decirlo, franca incompetencia en indagaciones criminales es ampliamente conocida.
Sólo un dato. Después de que Carabineros se enterara de los hechos por Bomberos, los mandos omitieron lo que podría ser una medida lógica luego de enterarse del asesinato de sus colegas: ordenar un despliegue por las carreteras y caminos de la zona; en una de esas, los autores del crimen todavía andaban por ahí.
Pero no. Quizás se dijeron que estaba muy oscuro y que, por ser fin de semana, no estaba el personal para operar los equipos de visión nocturna que posee Carabineros y, por cierto, la Armada, que controla la provincia de Arauco. Ya sabemos, desde el terremoto de 2010, que a los marinos, cuando duermen, nada los despierta.
Para los que tuvieron un encuentro muy poco común con quienes se convertirían en sus víctimas, esa inacción policial, sin duda, resultó muy beneficiosa.
Pero nada de eso importa. Lo importante era otra cosa: salvarle el pellejo a Yáñez.
El anuncio presidencial de que el general se mantendría en el cargo no resolvía el problema: cómo Yáñez zafaba de la justicia. La ministra Tohá, en medio de sus alocuciones, reconoció la dificultad. Pero declaró, voluntariosa, “la manera, el modo, lo veremos”. Ya se encontraría el camino, apostaba.
Como siempre con las apuestas, estas se cumplieron de la forma menos esperada. Sin avisarle al gobierno, que estaba en ascuas, el fiscal nacional ordenó a sus subordinados pedir la suspensión de la formalización de Yáñez. El argumento: su defensa tendría así más tiempo para estudiar las pruebas de cargo que, se supone, se dan a conocer, precisamente, en la formalización, y no antes. Pero filo. A estas alturas, una mentira más, una mentira menos ¡qué más da!
Y mientras tanto el régimen someterá al país a sus fantasías de “mano dura”, “pasar bala”, “sacar a los milicos”, y toda la letanía con la que compensan psicológicamente su propia debilidad.
Y todo esto, para salvar un solo paco tal por cual y mantener incólume a una institución, digámoslo diplomáticamente, disfuncional.
Y sólo por el miedo que tiene el régimen. Como que se les está pasando la mano.