Aunque hoy el calzado “táctico” sea mucho más ligero que antaño, nunca faltan los que sienten un extraño placer en colocarse en esa incómoda posición. El gobierno de Boric tiene una especial fijación con esas fantasías.
“Sacar los milicos a la calle”, para que pongan “orden”, ha sido, desde el fin de la dictadura, una consigna favorita de la derecha chilena. En cada oportunidad que tienen, la lanzan públicamente o la cultivan en sus círculos más cerrados. Las razones son obvias: es la simple expresión del pinochetismo que abrazaron durante 17 años de tiranía y que nunca más abandonaron.
Mirándolo bien, sin embargo, se trata de una anomalía de la historia. Los sectores políticos más reaccionarios, desde siempre, han visto distancia o, incluso, desconfianza al elemento militar. Eso ya comenzó en los inicios del Estado chileno, con su férrea oposición a O’Higgins, que propugnaba la continuidad de la lucha independentista y, con ello, de los ejércitos libertadores.
Las guerras civiles, asonadas y enfrentamientos armados que siguieron durante el siglo XIX, siempre tuvieron a ultramontanos y conservadores en estricta oposición a la conformación de un ejército permanente. Se apoyaban en ciertas facciones castrenses y en sus propias guardias armadas, civiles, compuestas por inquilinos, dependientes y, como jefes, sus propios hijos.
La victoria en la guerra del Pacífico fue, en ese sentido, un gran logro de los liberales que superaron las resistencias conservadoras para la conformación apresurada de una fuerza militar para las campañas simultáneas y mutuamente condicionadas en el norte, en contra de Perú, y en el sur, en contra de los mapuche.
La guerra civil de 1891 aplastó a las intenciones nacionalistas de Balmaceda, destruyendo, en efecto, al ejército, mediante la fuerza combinada de la marina, adicta a los sectores oligárquicos enfrentados a Balmaceda y guardias blancas de la juventud dorada y mercenarios de ocasión que reprimieron a los seguidores del presidente en la capital.
Colaboró en esa tarea una parte del ejército que se pasó al bando de los golpistas, incluyendo al más famoso de los asesores militares prusianos, Emil Körner, quien, gracias a los servicios prestados, saltó del rango de capitán del ejército de Sajonia a general y comandante en jefe del ejército en Chile.
El desarrollo del ejército en siglo XX, significó, como es sabido, uno de los puntales del ascenso de las llamadas clases medias, bajo el amparo del Estado. La burguesía nunca renunció a sus reservas sobre el papel de las fuerzas armadas, específicamente del ejército, en la vida política interna, aunque descubrió su utilidad en las masacres en contra la creciente lucha de la clase trabajadora.
Sin embargo, mantuvo durante largos años sus “guardias cívicas” y otros grupos armados privados como garantía ante el riesgo de revueltas populares y enfrentamientos entre distintos sectores de la oligarquía.
Los gobiernos más identificados con el empleo del ejército como un base de apoyo para su poder no corresponden, propiamente, a la derecha: Arturo Alessandri, Carlos Ibáñez, Eduardo Frei y, sí, Salvador Allende, quien, incluso, conformó un gabinete con altos oficiales de las Fuerzas Armadas.
Los preparativos del golpe, es decir, la represión previa de las organizaciones de trabajadores, fueron ejecutados por operaciones del ejército en poblaciones, sedes sindicales, fábricas estatales o locales partidarios, realizadas bajo el manto de la ley de control de armas.
Esa legislación había sido impulsada, justamente, por la propia Unidad Popular, como una manera de “sacar a los militares a la calle”, ante la convulsión social, los atentados terroristas y acciones de sabotaje realizados por grupos financiados y dirigidos por organismos estadounidenses. Su actividad se había incrementado luego de la derrota política de la derecha en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973.
El golpe y sus consecuencias demostraron la futilidad de esas ilusiones. Y, de paso, crearon un nuevo régimen, en que los intereses transnacionales y nuevos sectores de la burguesía dominaron la imposición de un sistema basado en la súper-explotación de la fuerza de trabajo, de los recursos naturales y el saqueo del Estado.
Ese esquema se ha mantenido hasta hoy, con resultados, eso sí, decrecientes. Lo que ha cambiado es el régimen político, que busca mantener, con cada vez menos recursos y fuerza, aquel orden social y económico. En el actual régimen, las Fuerzas Armadas no ocupan ya un papel central, como en la dictadura. Eso es obvio. Pero tampoco su papel puede ser equiparado al período previo al golpe.
Hay muchos elementos que demuestran la decadencia del factor militar dentro de un régimen en crisis. Algunos se refieren a su propia estructura interna y su misión; otras al ethos militar, como les gusta llamarlo; su propio papel en la sociedad, antes omnipresente, y con infinitos vínculos en todas las clases sociales, es hoy mucho más tenue.
Pero la manifestación más característica es el hecho de que todos, todos, los ex-comandantes en jefe del Ejército aún vivos enfrentan cargos por corrupción y otros crímenes, el hecho de que todos, todos, enfrenten medidas judiciales que limitan su libertad personal, por muy benignas que sean. Y de los jefes militares muertos, mejor no hablar.
No es extraño, entonces, que el papel del ejército en el levantamiento popular de 2019 fue la de negar su participación en el desesperado intento de Piñera para mantenerse en el poder. Ese cometido se logró, a la postre, por los acuerdos de los partidos del régimen y por el hecho evidente de que la acción de masas desarrollada en el levantamiento de octubre no se profundizó ni se delineó, sino que se detuvo de golpe, junto a toda la actividad social, hasta la más cotidiana, por la pandemia del Covid-19.
Es interesante: los asesinatos, secuestros, descuartizamientos, peleas por territorio entre bandas, es decir, esas cumbres de la actual “crisis de seguridad” que pueblan los noticieros día tras día, comenzaron en el exacto período en el que las fuerzas armadas, ahí sí, “salieron a la calle”, para controlar las medidas restrictivas impuestas con ocasión de la pandemia.
El estado de excepción que le dio a las Fuerzas Armadas el control de las calles duró casi dos años.
Poco tiempo después, Piñera volvió a recurrir a ese mecanismo para reprimir al pueblo mapuche.
El gobierno de Boric, que había prometido una orientación distinta, no sólo continuó con esa política, sino que mantiene el control militar en el territorio mapuche desde los inicios de su gobierno. Son ya dos años y medio, renovados cada dos semanas en trámite vacío en Congreso Nacional por los todos los partidos, desde la ultraderecha pinochetista hasta los comunistas.
Este hecho, que habla de lo extraordinario de la situación que vive el país, que es un signo de la degradación de todas las formas democráticas y constitucionales, es visto por el régimen como lo más normal del mundo.
No es raro, entonces, que -ante la inminencia de las campañas electorales, primero las municipales, después las parlamentarias y presidencial- el gobierno agite las fantasías pinochetistas de “sacar a los militares a la calle”.
El personal dirigente del gobierno ya ha conocido su contraparte castrense en persona, ha tenido trato con los jefes y oficiales, y ha descubierto que no son tan distintos. Ambos comparten, sino profesiones ideológicas o políticas, la cuidada perspectiva del funcionario público, preocupado de su adelantamiento y comodidad personales, de la tranquila continuidad de las formas del Estado y de la “paz social”.
Lo único que se requiere, si es que no quiere que los milicos se boten a huelga, es que se les otorgue una amnistía previa para asesinar, torturar y otros crímenes que pudieran o quisieran cometer mientras están “en la calle”.
El artilugio para imponer esa increíble impunidad legalizada es el llamado proyecto de infraestructura crítica. Nadie se preocupa de disimular que la supuesta protección de refinerías, represas, plantas eléctricas, redes de comunicaciones, etc., es decir, todo aquello que falla cuando hay un incendio o una lluvia o un terremoto, sólo es un pretexto para sacar, ya lo adivinó, preclara lectora, omnisciente lector, “los militares a la calle”.
Por supuesto, la consigna en boca de los políticos liberales, perdón, de la “izquierda”, les agrega unos ornamentos a las vociferaciones del tan vilipendiado “fascismo”. Así, la acción militar ha de ser “limitada” o destinada a realizar funciones que “liberen” a personal de Carabineros, como si éstos, los pacos, estuvieron ocupados en algo.
Pero las fantasías de la bota militar son tan fuertes, que el propio presidente de la República, al parecer, sin informar a sus ministros ni colaboradores, habló de una reforma constitucional que le permita hacer eso “por decreto”, es decir, sin alambicados pretextos y ahorrándose el control parlamentario, que tiene la gran desventaja de cortar las vacaciones de diputados y senadores.
Las fantasías del régimen conectan con las ensoñaciones de la pequeña burguesía, que, por lo demás, se reproducen en otros sectores de la población: que alguien “corra bala”, ejecute “operaciones rastrillo” en las poblaciones, que queme las tomas de los haitianos, que mueran los pobres -o los más pobres de los pobres, mujeres y niños, no importa.
Pero eso no podrá ser.
El régimen todavía no ha hecho un balance de su propio estado interno, incluyendo a las fuerzas armadas. Y éstas, simplemente, no quieren “salir a la calle”, con amnistía o sin ella. Eso no se debe a la prudencia o sentido patriótico de sus jefes, no es resultado del decoro profesional ni del imperio de la razón.
No. Ningún milico, nunca, ha “salido a la calle” sin una dirección política.
Cuando lo han hecho por las suyas o por error, han salido para atrás. Esa ha sido la suerte de numerosos cuartelazos a lo largo de la historia.
Pero este régimen, es decir, estos partidos, este gobierno, estos grupos económicos saqueadores, estos capitales extranjeros que se roban el país, en fin, estos milicos, si algo no pueden, y así lo han demostrado, es dar o ejercer una dirección política. Ahí está el asunto, ese es el problema. Por eso hay inseguridad, por eso no hay destino ni social, ni económico, ni político, bajo este régimen.
Y por eso las fantasías, aun las perversas, son sólo eso: fantasías.