El gobierno publicó las actas de la reunión del Consejo de Seguridad Nacional realizado el pasado 5 de febrero. Habría hecho mejor en calificar las deliberaciones como secreto de Estado, por razones, justamente, de seguridad nacional. Ahora todo el mundo sabe cómo es el Estado chileno por dentro. Y no es muy bonito. Pero sí, chistoso.
La última vez que se convocó al Cosena, fue en medio del levantamiento popular de 2019. Piñera quería obtener el respaldo para una acción militar en contra del pueblo movilizado. Se quedó con las ganas. El Ejército le dijo que no, a no ser que les aseguraran una amplia amnistía previa, para matar y torturar con impunidad.
Si esa exigencia, imposible de cumplir en ese momento por medios legales, era real o sólo un pretexto, es difícil de dilucidar. Los milicos, se sabe, son fluidos en sus convicciones; van viendo cómo va la cosa.
Ahora Boric, hay que recordarlo, convocó al Cosena cuando Piñera aún estaba vivo. Pero que lo hizo en homenaje premonitorio al espíritu del piloto fallido, no hay duda.
No perseguía un autogolpe, ni un objetivo concreto como su ídolo. Sólo quería escenificar la cohesión del Estado frente a “la seguridad”.
En 2019, el entonces Contralor General de la República, Jorge Bermúdez, objetó la legalidad de aquella reunión. Sostuvo que las protestas en las calles no correspondían a una situación que afectara a la seguridad nacional, como prescribe la constitución y la ley.
En 2024, la sucesora -por ahora- de Bermúdez, Dorothy Pérez, certificó, sin que nadie se lo pidiera ni correspondiera a sus atribuciones, que la convocatoria estaba en regla. La seguridad nacional, explicó con la soltura que siempre tiene la gente tonta o mala, “es un concepto amplio”.
Vago o ambiguo, sin embargo, no es lo mismo que amplio. Hasta la subrogante funcionaria podría entender la diferencia.
La definición oficial, contenida en la “Política de Defensa Nacional 2020”, sostiene que “la seguridad nacional constituye una condición alcanzable, que requiere minimizar riesgos y disuadir o neutralizar amenazas. Desde la perspectiva de la función pública, su responsabilidad reside en el Jefe de Estado, y comprende tanto ámbitos de seguridad externa como de seguridad interna, cuyos límites contemporáneos resultan cada vez más difusos.”
Se da la feliz coincidencia que lo difuso y ambiguo es el terreno predilecto del actual jefe de Estado.
Así, Boric alegremente declaró que el objeto de la reunión era recabar “opiniones acerca de la implementación de la reforma constitucional para la protección de la infraestructura crítica”.
Se trata, no podría ser de otra manera, de otro de los planes de Piñera, urdido en medio del levantamiento popular de 2019. La idea es desplegar militares para tareas represivas sin tener que declarar formalmente un estado de excepción, sino adjudicar sus operaciones a la protección de “infraestructura crítica”, otro concepto, digamos, “amplio”.
Para ese fin ya fue aprobada una reforma constitucional que le otorga al presidente de la República la atribución de destinar fuerzas militares a la “protección” de, más o menos… todo. Todo muy “amplio”, como debe ser.
El gobierno de Boric, sin embargo, en el proyecto de ley que regula la aplicación de esa facultad presidencial, lo complicó todo: incluye un “catálogo” de instalaciones críticas, “instrumentos de planificación y gestión”, “operadores públicos y privados” y un sinfín de otras normas, como sanciones por no avisar a tiempo o mediante el conducto regular de una “amenaza”, otro concepto “amplio”.
La monstruosidad burocrática lleva la huella dactilar de los omnipresentes “asesores en seguridad” españoles. Tanto así, que el proyecto es, en lo medular, un copy-paste de la legislación del país ibérico, pero, sobre todo, una aplicación de las doctrinas estadounidenses de seguridad de la era Bush.
Volvamos al Cosena. Si el tema era ese proyecto, en realidad se entiende que el gobierno quiera recoger “opiniones”, porque más complicado no podría ser.
El único problema es que la única opinión que interesaba en todo el encuentro, la del comandante en jefe del Ejército, no fue, digamos, muy… constructiva.
Haciendo caso omiso de los innumerables detalles del proyecto, el general Javier Iturriaga simplemente señaló que se trata de una de dos: vigilar edificios e instalaciones o resguardar el orden público.
Si es lo segundo, explicó, los milicos no quieren tener nada que ver con eso, porque no están para esas cosas, “tareas en las que hay que interactuar con la población”, como las llamó.
Y si es lo primero, concedió, eso lo podrían hacer bien, porque no sería distinto a poner centinelas en la puerta de un regimiento. Pero, agregó con indisimulada malicia, el “aporte” militar de hacer guardia no sería “sustancial, porque es infraestructura que hoy cuenta con seguridad privada”.
En otras palabras, si ya tienen al nochero, para qué quieren a los milicos.
El Cosena bien podría haber terminado en ese momento.
Ya no había nada más que hablar. Los milicos no quieren ser desplegados para la represión encubierta legalmente (orden público), ni tienen ganas de estar parados como los huevones frente a una planta eléctrica, un aeropuerto o un ministerio.
Pero, como siempre ocurre con las reuniones de trabajo, la cosa siguió.
Los otros milicos, el jefe de los marinos y el aviador, trataron de suavizar -sólo un poco- el portazo que había dado Iturriaga a toda la junta.
El almirante Juan Andrés de la Maza vio la oportunidad de, en una de esas, sacar más presupuesto para la policía marítima, mientras que el general del Aire, Hugo Rodríguez, informó a los presentes que ellos más bien se mueven en las nubes y que “sus labores terrestres no son muy significativas”. “Lo siento”, le falto agregar.
Ante el callejón sin salida, la ministra del Interior, Carolina Tohá, trató de salvar la situación. En una larga, interminable, intervención, discurrió sobre la política de seguridad del gobierno, las nuevas formas de la delincuencia, los “desafíos” y los “fenómenos complejos”.
Improvisó a lo Cantinflas.
Les propuso a los milicos que ellos sólo “complementen” a Carabineros “en perímetros”, y que serían los pacos los que harían el trabajo sucio, “aquellas tareas más complejas”, como lo llamó, “especialmente en zonas urbanas de alta densidad”. Aparentemente confundida sobre el significado exacto de la palabra “perímetro”, Tohá dijo que podrían establecer uno, o sea, un perímetro, en la intermodal de La Cisterna o en la Estación Central.
Había soltado la papa. Eso es lo que tenía en mente. Pero con lo del perímetro confundió todo. ¿Dónde estarían los milicos, al final? ¿En la boletería, en el andén, o en calle Meiggs? O si fuera en el paradero 25 ¿se pondrían frente al doctor Simi o los ascensores?
El subsecretario de Defensa, ex asesor de Tohá y ex convencional constituyente, Ricardo Montero, quiso apoyar a su antigua jefa y dijo que la acción conjunta de militares con la policía -una idea, recordemos, que Tohá acababa de inventar para salir del embrollo- era absolutamente normal en países como… ¡Ecuador! No lo mencionó, pero allí el gobierno declaró ¡un estado de guerra interna! Tampoco consideró necesario ahondar en el hecho de que, en España, Francia e Italia, los otros ejemplos que puso, el despliegue militar en las calles es una respuesta, no al “crimen organizado”, sino a Al-Qaeda. Y eso que allí si que tienen crimen organizado.
La contralora Dorothy también metió la cuchara y declaró que se trataba de una tarea “del país completo”, como queriendo decir que los milicos no podían restarse.
Finalmente, el general Iturriaga acusó recibo.
No es por “falta de amor a la patria”, respondió, que se opone el empleo de militares “en materias de orden público”. Podrían colaborar, agregó, “siempre que haya claridad legal sobre deberes y roles”.
Por si no le habían entendido, remarcó que no se trata de “promover impunidad”, sino de “la existencia de reglas claras y protección legal adecuada”.
O sea, impunidad.
Nadie le respondió.
El marino aprovechó el momento para insistir con su petición de más plata, “formas alternativas de financiamiento”, para la policía marítima.
El presidente Boric, como se hace en esas situaciones, terminó con una larga perorata para que no se notara que todo el espectáculo no había servido de nada.
Y eso fue el Consejo de Seguridad Nacional.
Muy Piñera todo.
La historia ocurre -como dice Marx que dijo Hegel “por ahí”- primero como tragedia y después, como farsa. Felizmente, en Chile ya hemos superado esa etapa.
Aquí todo es farsa y más farsa.