Un capitán de la burguesía

La muerte de Sebastián Piñera en un accidente en helicóptero no sólo significa el deceso del principal jefe político de la derecha. Es también el fin de uno de los exponentes más singulares de la burguesía chilena.

No somos de la doctrina de que todo muerto es bueno ni de que los obituarios deban ser pantanos de frases hechas –“tuvo luces y sombras”, “su faz privada era muy distinta de la persona pública”, etc.- y reafirmaciones de que todos somos iguales. Concedido: lo seremos ante la muerte -esa es una poderosa idea del cristianismo- pero definitivamente no lo somos en vida.

Y de eso se trata.

Y no le debemos nada a Miguel Juan Sebastián Piñera Echenique, nacido en 1949 y muerto absurdamente hoy en el fondo del lago Ranco. Pero sí nos debemos a nosotros algo más que una simple lápida. Quizás, una comprensión más profunda de la personalidad, una consideración de cómo formó parte de la historia.

Tratándose de Piñera, sin embargo, eso resulta particularmente difícil.

No obstante, el propio Piñera, con sus acciones, ayudó a resolver esa tarea: la síntesis es que murió sin haber respondido por los crímenes de lesa humanidad que orquestó para salvar su gobierno ante el levantamiento popular de 2019.

Las desesperadas decisiones que tomó como gobernante en ese momento terminaron por definirlo y reducirlo. La sangre con que manchó sus manos no la limpiarán ni todas las lluvias del sur.

Él supo eso. Pero, en forma característica, no se resignó a esa condición. Empleó todos sus recursos para obtener la impunidad y la aceptación política del régimen. Los que le habían puesto “sobre aviso” de que debería enfrentar la justicia, terminaron celebrándolo. Legitimado el criminal, los crímenes también se justificaron.

En el momento de su muerte, había ya asumido nuevamente la dirección política de la derecha. No era ningún secreto, aunque nadie lo dijera abiertamente aún, que aspiraba a dirigir el gobierno por tercera vez.

En ese afán, Piñera, como en toda su carrera, actuaba con audacia y sobre seguro al mismo tiempo. No sólo había sellado un pacto con el actual gobierno para obtener su impunidad personal. También contaría con su consentimiento para reemplazarlo en dos años más.

Su deceso desordena ahora todos los planes. Los elogios póstumos de varios de sus adversarios revelan un genuino sentido de pérdida. ¿Qué van a hacer ahora sin él?

Trágicamente, como se dice, Piñera murió justo cuando había logrado lo que siempre le fue esquivo: ser considerado indispensable, necesario.

Sebastián Piñera amasó una fortuna que lo convirtió en la cabeza de uno de los grupos económicos más importantes de Chile. Lo hizo, como todos, gracias al apoyo o, al menos, a las condiciones que le brindó la dictadura. Y, sin embargo, lo hizo con métodos ajenos a los usos de la burguesía local.

“Mentalidad de tiburón”, le llaman a eso ahora. Mientras sus competidores buscaban consolidar el control sobre distintos sectores económicos, Piñera sólo se fijaba en el capital. No le importaba dónde ni cuánto, sino la oportunidad. Así, engañó, especuló, robó y, muchas veces, ganó.

En el reducido grupo que concentra a los dueños chilenos del capital, su actitud provocó desconfianza. No era un advenedizo: su familia pertenecía al corazón de la burguesía local, aunque él dijera que era hijo de un “funcionario público”, en referencia a su padre, embajador en Estados Unidos.

Y es posible que esa manera de acumular capital, tan gringa, tan Wall Street, fuera la que chocara a los otros magantes chilenos. Sin embargo, lo que más desconfianza provocaba eran sus ambiciones políticas. Estrechamente ligado a la oligarquía de la Democracia Cristiana, Piñera optó por hacer carrera en la derecha, como un exponente del ala más ligada a Washington en el crepúsculo de la dictadura.

Así, como un exponente de los supuestos sectores liberales, se hizo senador por Santiago Oriente y comenzó inmediatamente a tramar una postulación presidencial. Ya entonces, cuando recién asumía Aylwin, había escogido la fórmula que recién podría aplicar 20 años después: la continuidad de los gobiernos de la Concertación.

Sufrió un rápido revés: agentes de los organismos de inteligencia del Ejército secuestraron a uno de sus hijos, como advertencia. Su candidatura fue liquidada por una operación tramada, de nuevo, entre el Ejército y un antiguo socio convertido en enemigo mortal, Ricardo Claro, dueño del grupo Cristalerías Chile. Es el famoso “caso Kioto” de espionaje político, en el cual participó también Evelyn Matthei, ahora una de las lloronas más conspicuas de Piñera.

Piñera, sin embargo, no se resignó. Anunció públicamente una “investigación” sobre los hechos en la que se apoyaría en organismos de Estados Unidos. Nunca presentó las conclusiones de su indagatoria. Pero puso sobre aviso a sus rivales que él también tenía acceso a recursos de inteligencia y “operaciones negras”.

Tuvo que esperar una década y media para volver a actuar políticamente. En el intertanto, aumentó su capital y su presencia permanente en los mercados financieros. Su procedimiento de ganar “en el margen” le valió una mejor suerte que a los otros grupos económicos, sometidos a los vaivenes de la coyuntura mundial.

Vio su chance de cimentar un camino a la presidencia durante el gobierno de Lagos. Al igual que ahora, se había aceptado como un hecho de que la sucesora del oficialismo sería la derecha, con un “imbatible” Joaquín Lavín. Sin embargo, el escándalo de pedofilia que involucraba los más altos jefes de la UDI y que fue rápidamente tapado por la prensa y la justicia, el “caso Spiniak”, creó la oportunidad para Piñera.

Actuó, de nuevo, con audacia y sobre seguro, enterrando las opciones de Lavín y asegurando la victoria de Michelle Bachelet, cuya popularidad en las encuestas no se condijo con los resultados electorales. Ya estaba visto: la próxima le tocaría a él.

Para prepararse, Piñera compró un canal de televisión y el control accionario de Colo-Colo. Estimaba que esos recursos le serían útiles para llegar a La Moneda. Pero más importante era el pacto no escrito con la Concertación que presentó al candidato más impopular imaginable: Eduardo Frei Ruiz-Tagle.

Aun así, el resultado fue estrecho. Casi no lo logra.

Durante su gobierno, enfrentó, como ya había lo diseñado, con una política de continuidad los efectos del terremoto y un ascenso importante de las movilizaciones populares. En una evaluación de su primer gobierno, publicada en Diario Revolución, dijimos que “desde el principio, este gobierno no tuvo muchas pretensiones, excepto la de ser continuador de los gobiernos anteriores. El presidente se erigió en figura principal, pero crecientemente decorativa. Piñera sobresalió por la torpeza individual, por su afán de sobresalir, por su intervención personal en todos los asuntos, por tomar decisiones políticas erradas y evitar su responsabilidad, delegándola en otros.

Los partidos se habían dado cuenta que debían refugiarse en el Congreso: allí transcurriría la política ahora. Y allí debían hacerse fuertes para defender a un régimen, cuya crisis ya era evidente”.

Piñera no sacó conclusiones sobre ese complicado proceso. Sabía que la oportunidad se le iba brindar sola o, mejor dicho, la propia Concertación lo volvería a llamar cuatro años después. Así, Piñera se convirtió en uno de los protagonistas del curioso binomio Bachelet-Piñera, que subsistió, al menos como potencial, hasta la tarde de este martes.

Su segundo gobierno, comenzó mucho más a la derecha. “Estaba ahora -escribimos entonces- más cerca -o más encima- de los partidos de su coalición y ejercía una influencia directa en ellos, a través de facciones y personeros que le eran adictos.

Su programa era el de un ajuste al estilo de los dictados del FMI. Con ese plan esperaba cohesionar al régimen político en torno a su fuerza dominante: los grandes grupos económicos y el capital transnacional y financiero.

Muy tempranamente, Piñera reculó. Pese al triunfalismo de la derecha que esperaba inaugurar un ciclo de dos décadas en el gobierno, el gobierno se dio cuenta de que su verdadera posición era mucho más débil. Optó por la ‘gradualidad’ y por aplazar la puesta en marcha de sus medidas.

Rápidamente, el capital externo le quitó el apoyo y castigó financieramente al país. En Wall Street, Londres y otras sedes especulativas, ya tenían, desde su primer mandato, el adjetivo justo para Piñera: ‘políticamente inepto’.

Así, a los pocos meses de estar en el cargo, comenzó su declive”.

Y comenzó el período que manchó de sangre sus manos, cuando se enfrentó al levantamiento popular de 2019.

La responsabilidad en los crímenes, sin embargo, queda oscurecida por hecho de que su debilidad política fue tal, que nunca se atrevió a tomar una decisión. De hecho, esa sería la defensa que alegaría ante un tribunal: que la acusación pruebe dónde está la intención de matar, torturar y mutilar; ¿dónde la oportunidad que se aprovechó?

Hay un hecho que es cierto. La decisión, finalmente, la tomaron los partidos del régimen por él, con su “acuerdo por la paz”. Piñera quedó en el margen. Pero cuando se dio la oportunidad, la tomó.

Los propios partidos no se atrevían a quedarse sin él.

Y, pronto, la pandemia abrió nuevas oportunidades.

Sin embargo, la mera presencia de Piñera, en el período en que viejos y jóvenes morían como pajaritos, era el indicador de la decadencia del régimen. Pero Piñera, como en los negocios, supo distinguirse del resto del personal político. Tal como lo hizo con el rescate de los mineros de la mina San José en 2010, apostó todo el dinero -del Estado- en las vacunas. Después, apostó todos los recursos fiscales en el IFE y, con cargo al próximo gobierno, en la pensión garantizada.

El economista graduado -no se sabe bien cómo; la tesis que elaboró no cumple con los requisitos mínimos- en Harvard, alegremente abandonó toda la ortodoxia para salvarse él. Y en ningún momento, durante su vida, alguien le enrostró sus acciones.

Ya era necesario.

Se puede decir que Sebastián Piñera murió en la cúspide de su vida. Sus métodos -el engaño, la especulación, la ilegalidad de sus negocios- quedaron validados. Su apetito por la oportunidad se convirtió en un signo de dinamismo.

Se había convertido en el capitán de la burguesía, a falta de otras opciones.

Su muerte será lamentada e, inesperadamente, llorada por los dueños de Chile.

Tienen razón. Sin Piñera, comienza un tiempo oscuro, solitario e incierto para la burguesía.