Henry Kissinger, muerto a los 100 años, es considerado el máximo exponente del pragmatismo político, ajeno a valores morales y que no repara en medios. Por ello es, con razón, odiado por muchos. Otros, los de siempre, lo admiran. Pero Kissinger es mucho menos que eso. En realidad, no merece sentimientos.
Todos los periódicos del mundo llenan sus páginas con extensos obituarios de Heinz Alfred Kissinger, después, Henry. La aparente rapidez de la escritura es sólo una ilusión. Los artículos estaban escritos desde hace muchos años. Algunos quizás llevaban décadas guardados en los cajones.
La longevidad del antiguo jefe de la política exterior de los Estados Unidos, como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado durante las administraciones de Richard Nixon y Gerald Ford en la década de los ‘70, y como influyente operador tras las sombras, durante mucho más tiempo, es, en efecto, excepcional.
De hecho, poco antes de morir, realizó una visita a China, en la que se reunió con el presidente Xi Jinping, un hecho que no pasó inadvertido y que fue interpretado como uno de los movimientos preparatorios para los gestos de relativa distensión entre Washington y Beijing en la reciente cumbre de la APEC.
A esa última gestión, le precedieron las negociaciones con el gobierno vietnamita durante la guerra; las conspiraciones para impedir, en conjunto con factores políticos locales y el ejército, el ascenso de Salvador Allende a la presidencia, la campaña de sabotaje político y económico y el golpe de 1973; el cierre de una alianza con China; la dirección de las relaciones con Unión Soviética y la política de distensión; etc., etc.
En todos los países del mundo, las decisiones -o los consejos- de Kissinger dejaron alguna huella, de manera inmediata o con algún retardo. Ninguna persona, ni siquiera los presidentes a los que sirvió, están tan identificados con la política del imperialismo como Kissinger.
Hijo de judíos alemanes que huyeron de la dictadura nazi, Kissinger comenzó su carrera en Estados Unidos como un soldado conscripto durante la Segunda Guerra Mundial. Combatió durante la contraofensiva alemana en las Ardenas en 1944-45. Tras la capitulación nazi, fue destinado a la contrainteligencia militar en la zona de ocupación estadounidense en Alemania.
Siguió colaborando con el aparato de inteligencia luego de su regreso a la vida civil y el inicio de sus estudios universitarios en Harvard. Tradicionalmente, egresados de esa universidad han dominado al Departamento de Estado y la diplomacia estadounidense.
La historia de Kissinger es la de un continuo ascenso, una carrera sin fin hasta la cúspide del poder. Se podría agregar: del poder real.
De Harvard pasó a los consejos asesores de la burocracia estadounidense, de la mano de la familia Rockefeller, entonces, la más rica de Estados Unidos y, por ende, del mundo. Como consejero personal de Nelson Rockefeller unió su suerte a las ambiciones del exponente más político de la dinastía, quien buscó en tres ocasiones llegar a la Casa Blanca. Pese al dominio financiero de los Rockefeller sobre el Partido Republicano, la postulación del magnate fue siempre considerada una opción perdedora por sus correligionarios que escogieron a un ex general de la Fuerza Aérea, Barry Goldwater, y un político de orígenes humildes, Richard Nixon, como sus postulantes.
Kissinger, en cambio, lograría su objetivo sumándose a un equipo ganador, el de Nixon, quien conquistó la presidencia en 1968, luego de la renuncia del presidente Johnson de postularse a la reelección y el asesinato de Robert Kennedy.
Nixon había prometido poner fin, “de manera honorable”, como decía, a la guerra de Vietnam. Decía que tenía “un plan secreto” para terminar con la guerra. Y en efecto, bajo su administración se retomaron las negociaciones reservadas con el gobierno de Vietnam del Norte. Kissinger, para gran efecto, relató posteriormente su versión de los intercambios con los emisarios vietnamitas, realizados en París.
El hecho concreto, sin embargo, era que Vietnam había derrotado a Estados Unidos luego de la ofensiva del Tet en enero 1968. Esa enorme movilización militar no había logrado el objetivo principal de derrocar el régimen títere de Vietnam del Sur y expulsar a las fuerzas de ocupación estadounidense. Sin embargo, había mostrado que las fuerzas vietnamitas poseían la capacidad de golpear directamente a los invasores, dejándolos sin espacio de maniobra. Una nueva ofensiva podría derrotarlos. Y nada que hicieran los yanquis podía impedir la victoria.
Sólo una potencial guerra mundial, con bombardeos tácticos de carácter nuclear, podría derrotar al pueblo vietnamita.
Nixon y Kissinger habían aceptado la realidad de la derrota. Pero, en su concepto, ésta debía producirse de un modo que encubriera el debilitamiento estratégico de Estados Unidos. Veían con temor que el ejemplo de Vietnam se expandiera a otros países del mundo.
En ese contexto Kissinger planteó su primera gran idea: la teoría del loco. Se trataba de aparentar, ante aliados y adversarios, que ningún cálculo racional, ni siquiera la destrucción de la humanidad, haría ceder a los estadounidenses.
En concordancia con esa “teoría” sugerida por Kissinger, Nixon envió un escuadrón de bombarderos B-52, armados con ojivas atómicas, por Alaska en dirección hacia los límites orientales de la Unión Soviética.
La operación “Lanza Gigante” fue un fracaso estratégico.
En vez de descolocar a Moscú y a los vietnamitas, introduciendo un factor de incertidumbre que los haría ceder, como se había imaginado Kissinger, la jugarreta fue recibida con frialdad por los contendientes de Washington, que se vieron reafirmados en su convicción de que Estados Unidos ya no tenía la capacidad de imponer un curso distinto a la guerra.
Kissinger, enfrentado a un pueblo en armas, determinado a realizar los mayores sacrificios, acerado en su decisión de ser libre, sólo mostró desprecio e incomprensión. Impulsó a Nixon a la ruinosa política de la llamada vietnamización de la guerra -reduciendo el contingente militar de EE.UU.- a la vez que expandía la conflagración hacia los países vecinos, Camboya y Laos.
En 1975, para horror de los gobernantes estadounidenses, las fuerzas vietnamitas tomaron Saigón. Los efectivos del imperio huyeron despavoridos.
Ninguno de los planes de Kissinger había logrado su objetivo.
El papel de Kissinger en Chile y en el impulso de las dictaduras militares en América Latina es conocido.
Parte de él ha sido documentado en las grabaciones de las reuniones del Salón Oval de la Casa Blanca, que salieron a la luz tras el escándalo de Watergate, que obligó a Nixon a dimitir. Otra parte se conoce a través de los cables y documentos desclasificados por las propias autoridades estadounidenses. Y, por cierto, el propio Kissinger no se limita en contar -a su modo- cómo fueran las cosas.
En esos relatos, Kissinger siempre queda como el poseedor de un intelecto superior que minimiza a sus contrapartes que están dominadas por las rigidices doctrinarias de las ideologías, por la estrechez de propósitos y métodos, por ilusiones altisonantes y vanas. A veces, son simplemente menos pillos que Kissinger. Según él.
Esto no es pura vanidad. Al contrario, Kissinger trabajó sobre su imagen con singular éxito. Así lo hizo desde el inicio de su carrera, en que accedió, un afuerino, a los exclusivos círculos del poder norteamericano.
Porque la verdad es que los otros dirigentes y estadistas que debían tratar con él en persona, en difíciles tratos diplomáticos, comunicando posturas y escudriñando posiciones ajenas, no le rinden la pleitesía que le endilgan innumerables libros y reportajes de prensa. Para ellos, era un funcionario, simplemente. Habrían tratado con otro, con menos aspiraciones de brillantez, del mismo modo: como un representante de inmenso poder del imperio.
El mito de Kissinger, creado, en gran parte, por él mismo, tenía otra función. Darle a ese inmenso poder del imperio en una época de crisis una proyección más allá de su alcance real. Se trata, como con la teoría del loco, de un enorme bluff, como en el póker, cuando se sigue aumentando la apuesta, cuando la mano oculta apenas un par de sietes.
Para ello, Kissinger se valió no sólo de su personalidad, sino que adoptó, y éste es su mérito perdurable, toda una forma de pensamiento.
Trasladó, como lo dejó claro en sus obras sobre la teoría de las relaciones internacionales, las concepciones del siglo XIX a la época del enfrentamiento de las superpotencias nucleares, de los movimientos de liberación, y de la crisis del capital y, sí, del imperialismo estadounidense.
El primer trabajo académico de Kissinger fue sobre Metternich y Castlereagh, las dos grandes estrellas del Congreso de Viena de 1815, convocado por las grandes potencias europeas luego de la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo. El príncipe y el vizconde inglés, marqués de Londonderry, en el norte de Irlanda, (además de Tayllerand, por Francia, y Wilhelm von Humboldt y Hardenberg, por Prusia, entre otros) fijaron en aquellas negociaciones un sistema de balances y contrabalances que, estimaban, era la restauración de un orden perdido tras las convulsiones de la revolución francesa
Ese orden, que debía ser permanente, partía del supuesto de que, como la naturaleza de los intereses divergentes entre las potencias era el mismo -su origen dinástico y feudal- la composición y el arreglo de las diferencias era equivalente. En otras palabras, todo era negociable e intercambiable. A eso, se le llamó, con el tiempo, Realpolitik, en alemán, política realista.
Pero la política de los aristócratas que intercambiaban pueblos y naciones mientras bebían champagne y bailaban y festejaban, era lo menos realista posible.
Buscaban la consolidación de un orden europeo, mientras las propias sociedades se deshacían debajo de sus pies, con el ascenso de una nueva clase, la burguesía, que le daría su propio sesgo a la “política realista”. Muchas formas se mantendrían, incluso hasta hoy. Pero el contenido de las relaciones entre los Estados era ya enteramente distinto: eran mercados, capitales, poblaciones, sometidos a constante competencia que periódicamente estallaba en guerras cada vez más cruentas y destructivas.
El levantamiento en Francia en 1830 y las revoluciones de 1848 que sacudieron a toda Europa, terminaron con la política de los equilibrios. Entraría entonces en escena, por primera vez otra clase, el proletariado, que no conoce ni reconoce cálculo ni equilibrio alguno, porque pretende conquistar todo.
Las teorías de Kissinger, que trasladaban las ideas de la decadencia feudal-absolutista a la época del declive del imperialismo contemporáneo, no podrían servir de base para una comprensión realista del mundo de hoy, pues el mismo orden que pregonan, entendido como el balance de las distintas potencias, es el que ha entrado en su etapa final y lo hace con estertores, sufrimiento y muerte.
Y el mito del famoso Kissinger queda, ante la magnitud del derrumbe del orden del capital, como el talentoso y cínico arribista que fue: un funcionario del imperio.