Yo prefiero el caos

…a esta realidad tan charcha. Javier Milei es más de “La Renga” que de Mauricio Redolés. Pero su claro triunfo en la segunda vuelta presidencial argentina es expresión del derrumbe de un régimen. Ante la inminente catástrofe económica, el viejo mecanismo del “mal menor” estalló en mil pedazos. A un paso del abismo, “la libertad”…, pues,  “avanza”.

Pasadas las ocho de la noche, Sergio Massa decidió apurar las cosas.

Hasta ese momento, no se había publicado ningún cómputo oficial del ballotage que lo enfrentaba al “liberal-libertario” Javier Milei. Pero los datos internos eran elocuentes. En todo el país, ganaba Milei, normalmente en la exacta proporción de la suma de los votos obtenidos por él y por la derechista Patricia Bullrich en la primera vuelta.

Pero, sobre todo, los resultados parciales en la provincia de Buenos Aires, la más populosa del país y decisiva en términos electorales, mostraban un virtual empate entre el peronista Massa y Milei; muy lejos de la ventaja de diez puntos que le hubiese permitido una victoria.

Así, Milei quedó designado como presidente electo por decisión del candidato vencido y no por los resultados electorales que, cuando finalmente aparecieron, le concedieron un 56% de la votación, frente a 44% de Massa.

El motivo por el que Massa apresuró el reconocimiento público de su derrota quedó claro inmediatamente. Le asignó, sin consulta previa, al presidente Alberto Fernández la tarea de concordar con Milei “una transición pacífica”. Implícitamente anunció así su renuncia como ministro de Economía (después oficializada como una “licencia” al cargo). Y explícitamente forzó a Fernández a salir del casi absoluto ostracismo en el que se había recluido en los últimos meses.   

Ante la evidencia de la derrota, Massa no miró el período que se abre el 10 de diciembre, con la asunción de Milei, sino, simplemente, al martes. Ese día -el lunes es feriado nacional- vuelven a abrir los mercados y se lanzará una nueva arremetida especulativa en contra del peso argentino.

Luego de su victoria en primera vuelta, el gobierno de Massa, perdón, Fernández, había logrado congelar el tipo de cambio. Era una tregua temporal con los capitales extranjeros que confiaron en la promesa de Massa de que la ya inevitable cesación de pagos y el consiguiente ajuste económico dictado por esos mismos capitales y el FMI se podría realizar de manera más ordenada y, acaso, gradual.

Quienes no confiaron en esa promesa fueron los electores argentinos que decidieron darle la victoria a Milei. Su oferta es más simple: luego de la catástrofe, todos ganarán en dólares y ya no habrá inflación.

Pero mientras Massa aceleró el desenlace, para evitar interferencias de última hora, Milei se tomó su tiempo. Encerrado en una habitación del Hotel Libertador con su hermana Karina, su principal consejera, y otros asesores, afinaba su discurso.

Súbitamente proclamado presidente electo por Massa, les surgió la duda. ¿Debían esperar al ex presidente Mauricio Macri, que había tomado control, en términos efectivos, de la campaña de Milei después de la primera vuelta; quizás intercambiar unas ideas? Pero Macri y Bullrich, que también venía, se demoraban. ¿No iba a aparecer que ellos los manejan otros?

Finalmente, Milei decidió lanzarse solo frente al auditorio, mayormente masculino, que lo vitoreaba. Comenzó agradeciendo, otra vez, a su hermana y a los perros esos que tiene. Pero no tenía mucho más que decir. En dos años de campaña había agotado todos los temas y ésta, el momento del triunfo electoral, no sería la ocasión más propicia para profundizar en las bondades de un mercado comercial de órganos o niños.

Así que Milei se remitió a ensalzar “las ideas liberales”, que atribuyó ni a Voltaire o Rousseau, ni a Diderot ni Montesquieu, ni a Locke ni Smith, ni a Kant ni Krause, ni a Bentham ni Mill…, sino al argentino Juan Bautista Alberdi, uno de los impulsores de la constitución argentina de 1853, copiada de la estadounidense.

Según Milei, Argentina debe volver de la mano de las “ideas liberales” al siglo antepasado, en la que habría sido, según él, “la primera potencia mundial”, una noticia que, en su época, no alcanzó a ser comunicada a las otras naciones que se también se consideraban -equivocadamente, sin duda- potencias, como el Imperio Británico, del que Argentina era entonces una semi-colonia.

Pero sí respondió a Massa: no asumiría ninguna responsabilidad en una “transición pacífica”. Si hay un desastre entre el martes y el 10 de diciembre, será un problema del gobierno saliente. Y, a partir de ahí, nada de gradualismo ni medias tintas. Además, amenazó con palos a la “gente que se va a resistir”: “dentro de la ley, todo, fuera de la ley, nada”, exclamó.

La delimitación es oportuna, porque el desastre es inevitable. No se habló nada de eso durante la campaña presidencial, pero las opciones de Massa y Milei representan distintas maneras de gestionar la catástrofe causada por la deuda externa y el financiamiento ruinoso e inflacionario que brinda el Estado al capital financiero.

Massa, en esa puja por dinero, es el representante de los intereses, especialmente, del sector bancario interno. Milei, principalmente el de los especuladores externos. Sin embargo, la manera de satisfacer las exigencias de ambos bandos capitalistas es la misma: ir en contra de los sueldos de los trabajadores, de los servicios sociales del Estado e imponer un ajuste que va a agravar la situación económica del país.

Al capital no le impresiona la promesa de Milei de dolarizar el país y eliminar el banco central. El motivo del escepticismo es simple, la dolarización no asegura y, más bien, dificulta, el pago de la deuda externa y sus intereses. Si no, que pregunten en Ecuador, que desde el año 2000 usa el dólar y actualmente sufre bajo el yugo de un “programa de rescate” del FMI.

Lo que quieren los capitalistas para Argentina es un default o cesación de pagos catastrófico, seguido por la imposición de una reestructuración de la deuda y plan de ajuste económico a su medida, que será pagado por los trabajadores.

Con mayor o menor grado de claridad, los electores que le dieron el triunfo a Milei desecharon la doctrina del mal menor.

Simplemente no creyeron o desestimaron las advertencias de que una victoria de “las ideas liberales” significaría el fin de la democracia y advenimiento del “fascismo”. Es difícil que ese truco vuelva a funcionar.

Sin embargo, a pesar de esa evidencia, los llamados sectores progresistas insistirán en que el ascenso de Milei al poder es una muestra más del avance de la ultraderecha.

También en nuestro país, donde las distintas facciones de esa ultraderecha, ahora enfrentadas a muerte, celebran el éxito de Milei como propio.

Pero no se trata de eso. Ni la reacción ni “la libertad”, como quisiera Milei, avanzan. Al contrario, sólo aceleran el hundimiento de los regímenes políticos burgueses en su conjunto.

Milei comienza su presidencia debilitado, con una minoría en el parlamento, y sometido al dictado de Macri quien, a se vez, debe reponerse del derrumbe de su propia fuerza política.

El plan general siempre estuvo claro, para Massa y para Milei. El problema es su ejecución. ¿Quién tiene la fuerza para superar a las masas populares?

Milei, es verdad, ganó un mandato para su programa demencial, que no ocultó, aunque a última hora, antes de la elección, comenzó a desdecirse de todo. Pero lo que pretende no puede imponerse por medios democráticos. Y los otros mecanismos, que ya conocemos, dan aún menos garantía.  

Es la dificultad básica, insuperable, que enfrentan todos los regímenes políticos burgueses en América Latina, sin importar la tendencia de los gobiernos específicos de los países.

Y esta circunstancia es la fuente de mayores crisis y convulsiones, que exigirán luchas aún más grandes y, sobre todo, decisivas de la clase trabajadora. Que esa, señores, sí avanza.  

¡Carajo!