Juzgar a un ejército por sus siempre “impecables” desfiles es, probablemente, una de las peores falacias militares. Aunque, a veces, basta mirar cómo marchan las tropas ante mandos y autoridades para hacerse una idea aproximada.
Los “Viejos Estandartes” (“cesoooó el tronar de cañoooooneeess / las trín-cheeeras [sic]ya están sileeentees…”), contrario a lo que se cree, no son para nada viejos.
La pieza pertenece a lo que el historiador inglés Eric Hobsbawm bautizó sagazmente como la “tradición inventada”, creada a través de la interesada imitación y reiteración de símbolos. Sirve para hacer creer que lo nuevo que se impone, en realidad, siempre estuvo ahí.
La gran parada militar, en el siglo XX, estuvo varias veces acompañada del desfile de veteranos de la Guerra Pacífico. Pero ninguno de ellos, acaso algún Matusalén, jamás llegó escuchar esa marcha.
La canción fue creada en 1966 por el conjunto los Cuatro Cuartos, como parte de la explotación del éxito de la serie “Adiós al Séptimo de la Línea”. Su autor, Jorge Inostrosa, también escribió la letra de la canción.
Aunque los Cuatro Cuartos habían trabajado con Patricio Manns (acompañaron –“pompompom”- “Arriba en la Cordillera”), el grupo pronto se ligó a los sectores políticos de derecha. Su creación de un mundo huaso inexistente, en los mismos momentos en que campesinos se liberaban del inquilinaje y de la opresión de los latifundistas, apeló a la reacción.
La canción misma, aunque fuera una especie de marcha, y dedicada al regreso de Baquedano a Santiago, era muy poco marcial. De hecho, los intérpretes imitaban -de un modo cómico- los bronces y la percusión (“los jinetes de plataaa/…. Bam babarababam babarabaram/Bambam bambam bambam bambam bambam”).
Pero fue un hit: una mezcla entre invocación patriotera y estética de boite. Y hubo un hombre al que le gustó muchísimo, al punto que era su canción favorita. Ese hombre, Augusto Pinochet, cuando ya había consolidado su poder tiránico, impuso “Los Viejos Estandartes”, en contra de todas las tradiciones que sí existían, como “Himno del Ejército” en 1976. Sólo porque le gustaba a él.
Desde entonces, “Los Viejos Estandartes”, que ahora es entonada, con emoción, por autoridades de vaga adscripción liberal, como el presidente Boric, es un símbolo de una “tradición inventada” que pretende unir, en contra de los hechos históricos, a las fuerzas revolucionarias de O’Higgins o los combate de la Guerra del Pacífico con los esbirros traidores de la dictadura.
Los 203 años de historia que la parada militar celebra, ocultan que el “ejército de Chile” tiene, en el lenguaje de los historiadores, más rupturas que continuidades. Poco puede servir, en ningún momento de su recorrido, como representación “de la unidad de Chile”, como postula el presidente de la República.
El Ejército Libertador que conquistó la independencia no continuó. El afán de O’Higgins de apoyarse en la fuerza militar para continuar el proyecto independentista terminó con su exilio y muerte en Perú. Las nuevas clases dominantes desconfiaban de un ejército permanente. Eso no impidió que el “ejército de Chile” se manifestara en múltiples fuerzas, enfrentadas entre sí, y que respondían a distintas facciones oligárquicas.
La gran guerra por el salitre llevó a la constitución de una fuerza armada que transformaría a la sociedad chilena. Agrupó en su seno a un ejército que se estaba formando, no de carácter militar, sino social: los trabajadores modernos. Y, en sus expediciones por el sur del país, ayudó tanto a subyugar al pueblo mapuche, como a incorporar a sus filas a inquilinos que ahora responderían a las voces de sargentos y oficiales –“por la patria”-, en vez de los apetitos de sus patrones.
El nacionalismo chileno, del que el ejército en lo sucesivo se apoderaría, tiene esa doble faz: la afirmación del Estado burgués y el impulso a la conformación de la clase trabajadora chilena.
Lo primero pronto quedó en entredicho con la guerra civil de 1891, en que el ejército se enfrentó a fuerzas armadas oligárquicas, milicias “cívicas” y a la Marina, además de facciones surgidas en su propio seno.
Y lo segundo, quedó sellado en sangre, con la ola de matanzas realizadas por el ejército en contra de los trabajadores en todo el período del cambio de siglo: las grandes batallas de Valparaíso e Iquique, las luchas en la Patagonia, y en innumerables masacres.
Nadie, excepto los cultores de una “tradición inventada”, podría suponer que ese organismo, a lo largo del siglo XX, fuera desarrollando una orientación “constitucionalista”, de “apoliticismo” o, en la meliflua jerga actual, por la “unidad de Chile”.
Al revés, la actuación política del ejército, sea armada o no, es una constante en toda su trayectoria. El hecho de que el gobierno de la Unidad Popular haya descansado sobre la idea de que las fuerzas armadas se someterían a las directrices del poder civil, como se ha recordado ahora, constituye uno de los errores más costosos y trágicos de la historia nacional.
La dictadura, que es lo que verdaderamente se celebra en las paradas militares desde 1974 hasta hoy, bajo la superficial patina de antiguas glorias bélicas apropiadas y manoseadas por cobardes, efectivamente logró lo que hasta entonces parecía imposible.
Se estableció entonces una cohesión interna, bajo los intereses de la tiranía, que subsiste hasta la actualidad. Los métodos mediante los cuales se obtuvo ese objetivo son decidores: la implicancia mafiosa en la traición y los crímenes, la corrupción y los privilegios.
La parada militar del 2023 no puede llamarse “impecable”, es decir, tan “perfecta y sin faltas ni errores que no admite ni el más mínimo reproche”. Sólo desde un punto de vista, digamos, técnico: una revista del poderío bélico con sólo poco más de siete mil efectivos y que excluye a tanques y blindados, a la artillería y otros medios de combate fundamentales es, ciertamente, bien pobre.
Los perritos de los pacos, incluyendo a los tiernos cadetes Koba, Kovu, Kurt, Ken, Kaleb, Kylie y Khloé (el próximo año le tocará, sin duda, a Lucky, Leo, Larry, Luz y Lannister), sólo subrayan ese hecho.
La justificación sería la “austeridad”, una idea algo cínica, si se considera que todos -¡todos!- los predecesores del comandante en jefe del Ejército, el general Javier Iturriaga, están procesados por robar de la institución para beneficiarse de un estilo de vida fastuoso y frívolo. Uno de ellos, está enjuiciado por ladrón y, además, por asesino.
No serán muchos ahora, pero existen, nos consta, hombres y mujeres militares que consideran esta suerte del ejército y sus falsas tradiciones como una mancha para la tarea que quisieran cumplir: proteger al pueblo. Deberán sumarse a las filas de una fuerza más grande y distinta, pero infinitamente más fiel a las gestas de Chacabuco y Maipú, y a las mil batallas que el pueblo ha librado por su liberación: es el ejército del pueblo que ya nace.