Coincidiendo con el 50° aniversario del golpe se despliega una ola revisionista que abarca, ya estamos acostumbrados, desde la derecha hasta la izquierda liberal, actualmente en el gobierno. Bajo el manto de la “enérgica condena a las violaciones a los derechos humanos” y de “todo tipo de violencia”, postula su verdadera conclusión: “Nunca más”, no dictadura, no golpe, sino… nunca más protagonismo y poder del pueblo. Mucha suerte con eso.
200 años cumplía la toma de la Bastilla, el inicio de la revolución francesa, en 1989. El aniversario coincidía con los últimos años del segundo mandato del presidente François Mitterrand, un hombre dado a los grandes gestos. Pero ¿de qué se hablaría en esas celebraciones? Seguramente, se podría resaltar la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, el espíritu democrático que había hecho su entrada en Europa o, como otros también le llaman, a la historia.
Ese enfoque habría correspondido, por lo demás, a la situación que se estaba viviendo en el mundo. ¿Acaso la Unión Soviética, una de las superpotencias del mundo de entonces, no estaba enarbolando entonces esas mismas banderas, la de los “valores humanos universales”, como decía Mijaíl Gorbachov?
Pero no. El acto oficial en la Place de la Concorde de París fue decididamente postmoderno, un término que recién entonces se comenzaba a conocer.
La performance televisiva incluyó a un oso (ruso) que bailaba con patinadora sobre una pista de hielo; una banda universitaria de Tallahassee, Florida, USA, que marchaba hacia atrás, al son de “Cold Sweat” de James Brown (“no me interesa tu pasado/sólo quiero que nuestro amor perdure”); y una locomotora.
La desconcertante performance fue la coronación de un debate intelectual, muy francés, que en 1989 ya se había declarado como cerrado. El historiador François Furet había emergido como el gran intérprete de la revolución. Sus tesis: la revolución fue sólo política y no social; desde un inicio estaba orientada hacia el terror; y forma parte de una misma idea que lleva directamente desde la Plaza de la Bastilla a los gulag de Stalin.
Era necesario, postuló Furet, comprender “la complejidad” de la revolución francesa. Que su interpretación, sin embargo, la dejara como una, y una sola, idea – que, de hecho, era exactamente la misma que Alexis de Tocqueville, uno de los voceros contrarrevolucionarios más importantes, había manifestado en 1856- era un detalle en que pocos se detuvieron.
La conclusión de Furet en el cierre del siglo XX fue breve y lapidaria: “la revolución ha terminado”.
Las proposiciones del historiador en 1989, y de un amplio grupo de académicos, intelectuales, publicistas y comentaristas que lo apoyaban, fueron la culminación de un trabajo de revisionismo histórico de años. Éste había partido, como suele ocurrir, como una pretendida crítica a una supuesta posición dominante entre los historiadores.
Pero pese a la ayuda del siglo XIX, no hay duda de que esas concepciones correspondían al espíritu de ese momento. Las ideas reaccionarias sobre una revolución del pasado se unían a la muy real contrarrevolución de esa época, que proclamó no sólo el término de la revolución, sino que el fin de la historia misma.
Dicho en otras palabras: la conquista de nuevos mercados para el capital, el ascenso de Estados Unidos como potencia única mundial, el combate a las organizaciones de trabajadores y la destrucción de sus conquistas sociales en todo el mundo, todo eso no se avenía con la idea de revolución, ni siquiera una de carácter burgués como la francesa.
Aunque evitara en su trabajo el complicado tema de la revolución separatista de las colonias inglesas norteamericanas, Furet miraba a Estados Unidos. De hecho, dejó la academia francesa por la Universidad de Chicago en 1985. Otro Chicago boy, pero en el terreno del revisionismo histórico.
Esa orientación -y, quizás, cierta altanería parisina- le impidió fijarse en otro movimiento revisionista que emergía en esos mismos momentos, pero en Alemania. Allí, a falta de revoluciones triunfantes, la reelaboración de la historia se centró en otro tópico: el nazismo.
El filósofo Ernst Nolte, un reconocido estudioso de los movimientos fascistas en Europa, en un giro sorprendente, sostuvo en una exposición que las políticas de exterminio del nazismo son sólo la respuesta equivalente al peligro potencial del “terror rojo”. Fue por miedo a los bolcheviques, señalaba Nolte, que Hitler dispuso al “solución final al problema judío”. La fijación, afirmó, en las cámaras de gas, sólo hacía audible “la voz de víctimas”, mientras que los guardias de las SS en los campos de concentración también eran “un tipo de víctimas”. Para coronar su tesis, siguiendo la línea de Furet, ubicó el origen del mal comunista en… la revolución francesa.
El artículo de Nolte desató la llamada “lucha de los historiadores”, en que se expresaron los críticos que lo acusaban de justificar los crímenes del nazismo, pero también otros académicos, como el especialista en historia militar Andreas Hillgruber, que postuló que era necesario “identificarse” con las fuerzas nazis y su defensa frente al avance del Ejército Rojo en los últimos meses de la II Guerra Mundial. Los altos oficiales que habían conspirado para atentar en contra de Hitler en julio de 1944, actuaron según Hillgruber, de manera “irresponsable”, al abrir una brecha en contra de las “hordas” que “invadían” el Reich.
El actual revisionismo histórico en Chile, referido al golpe de Estado de 1973, nace de un impulso similar, pero en una versión pedestre e imitativa y, digámoslo en nuestro idioma, penca. Eso no se debe a la diferencia en el desarrollo entre nuestro país y dos de las principales naciones industriales del mundo.
El contraste entre el glamour del revisionismo parisino o la minuciosidad alemana y la poquedad de su copia local se debe a la debilidad inherente de la reacción que la anima.
Pues a diferencia del esfuerzo intelectual que representaron el antecedente francés y alemán, el revisionismo histórico chileno sólo puede basarse en un solo texto. Un libro de 364 páginas redactadas por Daniel Mansuy, panelista de radio y televisión y académico en la Universidad de Los Andes, ligada al Opus Dei.
A pesar de los papeles notablemente flojos del autor, el éxito de su texto es innegable. No existe dirigente político que no confiese que lo está “leyendo”. De hecho, el propio presidente de la República, Gabriel Boric, declaró que este trabajo debe servir de base para… “revisar” el período de la Unidad Popular.
Mansuy no es historiador. Su exposición del período histórico que trata en “Salvador Allende, la izquierda chilena y la Unidad Popular”, se basa en la lectura de sólo algunas de las obras más conocidas sobre el golpe y el gobierno de Allende.
Su revisión histórica, por ende, sólo puede ser sobre una idea de los sucesos. Y esa idea tiene un solo tema: la política. Y esa es el presidente, el gobierno, los partidos, el Congreso. Nada más. Nadie más.
Y la política consistía, según esta revisión, en que Salvador Allende se hizo elegir con una minoría, que no supo o no quiso pactar con nadie, que los partidos de la UP hacían lo que querían y él tampoco clarificaba muchos las cosas, porque era ambivalente.
Nada de eso debió ocurrir, cree Mansuy. Pero pasó igual y eso “desató fuerzas” que Allende no pudo controlar. Excepto cuando muere en La Moneda -para Mansuy, se suicida- porque allí retoma la iniciativa para crear un mito “religioso”. Sí, según el autor, las palabras de Allende por Radio Magallanes -que se inscriben en la tradición de líderes cívicos como Cicerón, Pericles, Lincoln- son una evocación religiosa.
Incluso el hecho de que Allende haya nombrado tantas veces a Balmaceda, cuyo testamento político corresponde en su estructura -la constatación de la situación adversa, la denuncia de la traición, y la prefiguración de una futura victoria- (“si nuestra bandera, encarnación del gobierno del pueblo verdaderamente republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla, será levantada de nuevo en tiempo no lejano, y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día para honra de las instituciones chilenas para dicha de mi patria, a la cual he amado sobre todas las cosas de la vida”) no hace mella en la obsesión del autor.
Pues todo eso fue un artificio -hay que imaginárselo, en medio de una situación de máxima tensión- para ocultar con un mito el fracaso de la Unidad Popular. ¿Por qué sería necesario realizar un golpe de las características de las de 1973, si el gobierno de Allende, su proyecto, y sus partidos ya habían fracasado?
Mansuy no tiene respuesta, por supuesto, excepto la indicación de que la fracasada UP no había fracasado lo suficiente, por lo visto, como para dejar de proponerse la toma del poder total, frente a lo cual, cabe entender, el golpe era inevitable.
Con evidente sorpresa, el autor se enteró -y quiere que el lector comparta su maravilla- de la existencia de sectores de la Democracia Cristiana que se habían sumado a la UP (principalmente, el Mapu) y de facciones del PS que, después de su derrocamiento, formularon su propia revisión, que puede resumirse en la frase “no debimos haberlo hecho”.
Nunca, entonces, debió haber existido la UP, ni Allende debió haber pretendido dirigirla. Mansuy se muestra completamente impermeable a cualquier factor que no corresponda a su idea de política, por ejemplo, los procesos sociales, económicos, internacionales, estratégicos, militares.
Lo pedestre de todo este planteamiento es manifiesto. Pero el revisionismo histórico no ha de ser juzgado por sus contribuciones intelectuales o su coherencia interna. Al revés, sólo se puede entender por lo que busca representar. François Furet se quiso convertir en figura intelectual de la ofensiva del capital en medio del derrumbe del campo soviético, enterrando “para siempre” a las revoluciones. Nolte y sus colegas, muchos de ellos bien conectados con los círculos de poder político y económico alemán, quisieron promover la “normalización nacional” de Alemania como potencia europea.
En ambos casos, los revisionistas coincidían con una tendencia ascendente. El capital sí se expandió y Alemania, pocos años después, asumiría, con la anexión de la RDA, un papel preponderante en Europa.
El revisionismo chileno, en cambio, busca aferrarse a algo firme en medio de un declive inevitable. La receta que propone es resucitar, en clave reaccionaria, el espíritu del pacto celebrado en los ’80 entre la dictadura y la antigua Concertación, para beneficio de un régimen político averiado.
Pues, en efecto, aquel pacto descansa sobre la justificación del golpe y de la dictadura (sin los “excesos” posteriores). A su portavoz, Daniel Mansuy, sin embargo, se le escapa, junto con la mayoría de los hechos y factores relevantes del período de 1970 y 1973, una circunstancia: no existen ni la dictadura, ni la Concertación, ni las fuerzas internacionales que la respaldaban, ni los grandes negocios que se abrían, ni nada eso.
Lo único que hay, es el régimen en su estado tan real como lamentable, condenado a sucumbir.
Y no hay revisión en el mundo que cambie eso.