El oficialismo ha pasado de pregonar el fin del neoliberalismo a descubrir nuevas oportunidades para “mercantilizar los derechos sociales”, en su jerga. Carreteras, educación, salud… ¿y por qué no las manifestaciones públicas? Este domingo 10 de septiembre estrenó la modalidad de las marchas concesionadas.
El 11 de septiembre siempre ha sido un día de celebración para el pinochetismo. La dictadura lo declaró feriado en 1981, bajo el cínico nombre de “día de la liberación nacional”. Llevó ese título durante casi casi dos décadas, cuando la “democracia” reemplazó la denominación por la de “día de la unidad nacional”.
En el período de la transición, y en desafío a las ceremonias castrenses que cantaban loas a los asesinos, se convirtió en una costumbre la realización de una marcha hacia el Cementerio General en recuerdo de los caídos en manos de la represión.
Esa romería, sin embargo, nunca contó la venia del régimen. El 11 de septiembre de 1993, Carabineros asesinó a José Octavio Ortiz, miembro de las Juventudes Comunistas, y a Leopoldo Calderón Beltrami, de 66 años, en las puertas del Cementerio General. Al año siguiente, el gobierno de Frei prohibió el paso de la marcha por la calle Morandé. En protesta por esa decisión, renunció a su cargo el intendente de la región Metropolitana, el arquitecto Fernando Castillo Velasco, en un gesto de elemental decencia política que, si se piensa bien, no se ha repetido desde entonces.
En 1998, muere como resultado de la represión policial, Cristián Varela Ávalos, en el sector de la Estación Mapocho.
Sin embargo, la mayoría de las víctimas de las conmemoraciones del 11 de septiembre fue asesinada en actos en diversas poblaciones de la capital: el joven Nelson Riquelme Albornoz en 1995, en la población Santo Tomás de La Pintana; la estudiante Claudia López Benaiges en 1998, en La Pincoya, Boris Gatica Vidal en Macul, en 1999, y Jaime Pinchilef Iturra, ese mismo año en San Bernardo; Cristián Alejandro Castillo Díaz de 16 años Lo Hermida, en 2005. Hay más víctimas de las noches de los “once”, cuyos nombres permanecen anónimos.
La marcha al cementerio, entonces, ha sido una respuesta del pueblo a las festividades oficiales de la masacre y de la traición que ha costado nuevos mártires.
En ese contexto, la decisión del gobierno de permitir que la romería pasara al lado de La Moneda podía entenderse como un gesto conciliatorio.
Sin embargo, la muchedumbre que acudió a la convocatoria a la romería se encontró con una sorpresa. El acceso al palacio de gobierno estaba bloqueado por fuerzas policiales. Detrás de las barreras, algunos centenares de manifestantes, con banderas de los partidos del oficialismo.
Los carabineros explicaron a las personas que querían acercarse al lugar que, para ello, debían recabar una autorización “del Partido Comunista”. Cuando se sumó una masa que, con creces superaba en número, a los privilegiados, las explicaciones cesaron y la represión comenzó.
Era verdad lo que diversas organizaciones habían denunciado en la víspera sobre el otorgamiento de “credenciales” para participar de la marcha. Pero no hizo falta aplicar ese método. El grupo selecto era de un tamaño tan reducido que todos los escogidos, en la práctica, se conocían. Y, por supuesto, todos ubicaban al presidente de República, quien, así, aislado en una burbuja, se sumó por un par de cuadras a la marcha.
La masa excluida fue dispersada y debió buscar distintas vías, bajo el acecho policial, para llegar al Cementerio General, donde continuó la represión.
El sistema vuelca ahora al derecho de manifestarse, el mismo esquema que existe en la educación o en la salud. Un pequeño grupo de favorecidos se eleva sobre una gran masa que debe comerse las lacrimógenas y las cargas policiales. Y, al igual, que con los “derechos sociales mercantilizados”, el aparente privilegio descansa sólo en que la mayoría esté peor que ellos.
Pues, al final, la represión no hace distingos.