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El secreto del golpe

Los pronunciamientos de los partidos del régimen sobre el golpe de Estado de 1973 van de la condena a la justificación. Pareciera que las posiciones están irrevocablemente enfrentadas. Pero se trata de un conflicto sólo superficial, pues ninguno quiere responder con la verdad a la pregunta más elemental: ¿por qué se hizo el golpe?

2 de octubre de 2023

El acto oficial del aniversario del 11 de septiembre, realizado en una especie de galpón armable en la Plaza de la Constitución, culminó con una bella interpretación de la artista Mon Laferte de la canción “Manifiesto” de Víctor Jara. Fue el contrapunto al discurso ofrecido por el presidente de la República, Gabriel Boric, que difícilmente puede pretender un reconocimiento en el plano estético a su alocución, plagada de lugares comunes y reiteraciones.

Pero la elocuencia y la claridad de la exposición no son, necesariamente, las primeras tareas de un jefe político. También debe considerarse, por ejemplo, la persistencia. En ese ítem, el mandatario no decepcionó. Insistió, como lo ha hecho en estos meses, en promover un acuerdo con el pinochetismo sobre una “visión de futuro” compartida.

Y, en esta ocasión, fue más claro a qué se refiere. En respuesta a las declaraciones de los partidos de la derecha que han sostenido que el golpe estaba justificado, Boric señaló: “nos rebelamos cuando nos dicen que no había otra alternativa. ¡Por supuesto que había otra alternativa! Y el día de mañana, cuando vivamos otra crisis, siempre va a haber otra alternativa que implique más democracia y no menos”.

Y es en efecto, es el día de mañana, cuando se viva otra crisis que desafíe la supervivencia del régimen, el que está en disputa, no los 50 años.

Pero el punto es que hace cinco décadas, el régimen dominante, con otra composición, se enfrentaba al mismo dilema.

Las elecciones que dieron el triunfo a Salvador Allende, el 4 de septiembre de 1970, estuvieron marcadas por la aguda conciencia de los partidos burgueses, principalmente, la derecha y los democratacristianos, de que la lucha de clases en Chile se intensificaba.

Lo habían vivido directamente, durante los mandatos de Jorge Alessandri y Eduardo Frei.

Durante muchas décadas, la actividad y la organización sindicales habían sido el principal motor de la lucha social, en huelgas que costaron miles de muertos, heridos y encarcelados.

Los partidos que, se suponía, dirigían a aquella clase obrera, cuyos contornos sociales eran definidos -y no por casualidad- en perfecta coincidencia con los ámbitos de influencia de aquellos partidos.

Pero éstos se veían crecientemente sobrepasados por el mismo pueblo, que planteaba demandas que excedían las negociaciones que esas colectividades políticas podían lograr en el parlamento. La lucha clase real, también desafió a esos partidos.

Comenzaba un nuevo periodo de alza del movimiento popular. Ahora se sumaban otros protagonistas a la contienda, especialmente a los habitantes de las poblaciones. Éstos trabajadores, que habían migrado del campo a las grandes ciudades, representaban una fuerza más difícil de manejar, pues reúnen una mayor diversidad social, cultural y política, luchan directamente por demandas concretas y pasan a la acción rápidamente, si no se cumple lo que requieren.

Frei y los democratacristianos quisieron dominar esa fuerza con la creación de las juntas de vecinos y otros organismos ligados o dependientes del Estado, en una política que se conoció como la “promoción popular”. La dictadura, posteriormente, aplicó métodos similares. Pero esos intentos fueron en vano.

Ante el temor de este ascenso de las masas, que se reproducía también en las llamadas clases medias, la burguesía respondió con una ofensiva política. Eso se notó en las elecciones de 1970. En la derecha, se lanzó consigna de “Alessandri es firmeza”. Los democratacristianos profundizaron su promesa de una “revolución en libertad” con Tomic, quien presagiaba un “triunfo popular”.

Aun cuando Allende, con “la unidad popular al poder”, reflejaba mejor los intereses del pueblo, su opción representaba un peligro inminente para la burguesía, pues planteaba transformaciones dentro del mismo sistema y en estricto cumplimiento de sus reglas.

El gran problema, sin embargo, eran esas fuerzas paralelas que se movían dentro del pueblo y que exigían más derechos, más representación y cambios reales en el país. Ningún partido político tradicional las podía contener. Al contrario, su ímpetu y sus demandas despertaron el entusiasmo de muchos militantes que veían que la causa popular avanzaba.

He ahí los elementos de “la crisis” que, desde distintas direcciones, asediaba al régimen dominante. La lucha de clases se volvía política y politizaba a los propios partidos.

Este proceso no sorprendió a Estados Unidos, inmerso en la guerra fría y en un sinfín de campañas imperialistas en el mundo. Los documentos desclasificados que, en estos días, se han vuelto a revisar, demuestran que la cúpula política, militar y económica de Washington no dudaba en cómo responder.

Había perfeccionado un método que, para entonces, era el único que les aseguraba una posibilidad de éxito para acabar con posibles levantamientos populares: eliminar a los líderes e imponer el terror al pueblo.

En el caso chileno, ya desde antes del triunfo electoral de la Unidad Popular, Estados Unidos se coludía con los círculos burgueses dominantes y mandos militares, que exigían dinero para “hacer el trabajo”. No dudaron en matar a generales, aliarse a la extrema derecha, dándole armas y explosivos, a matar a trabajadores en las industrias, en “allanamientos buscando armas” o promover campañas de desestabilización económica y política a gran escala para derrocar al gobierno de Allende.

Visto en retrospectiva, parece absurda la conducta de dirigentes y funcionarios de gobierno que actuaban como si no estuviese abiertamente en marcha un golpe de Estado. La evidencia, la información, las señales, todo era conocido por todo el mundo, y era el tema obligado de las conversaciones cotidianas.

El motivo radicaba en la concepción con la que el gobierno de la Unidad Popular había conquistado el gobierno: cualquier problema podía ser sometido a una negociación política dentro del régimen, pues todos sus componentes tendrían un interés en su preservación. Ese mecanismo, justamente, había operado en otros momentos de agudización de la lucha de clases.

El costo de esa mentalidad fueron las víctimas de la dictadura, en manos de las Fuerzas Armadas “tradicionalmente respetuosas de la constitución y de las leyes”.

¿Por qué se hizo el golpe? Para sus promotores el problema no era Salvador Allende ni su gobierno, sino el pueblo.

Pero la herramienta del golpe podría sólo derrotar a Allende y a su gobierno, pero no al pueblo. Decidieron, por ello, derrocar al régimen entero, su orden constitucional y legal, y reemplazarlo con uno nuevo, que se dedicaría a aplicar una política interminable y cada vez más desesperada de exterminio.

Y, aun así, no lo lograron. El pueblo resistió como siempre lo ha hecho; siguió fortaleciéndose, recreando su poderío en silencio, proyectando nuevamente a la clase trabajadora y a la revolución. 

¿No es ésta la lección que debieran considerar los dirigentes políticos del actual régimen, ahora, otra vez, “democrático”? ¿No debiera ser esa la enseñanza del pasado para el futuro?

Todo lo que hemos visto en estos meses, relacionado con el debate sobre los 50 años, indica que no quieren aprender, sino regatear una absolución mutua.