Nadie obliga a las autoridades a hacer una revisión de la historia, “dar sentido” a hechos históricos y ofrecer reflexiones. Ese tipo de ambiciones está reservado a quiénes tienen importante algo que decir. No es el caso del gobierno de Chile.
El gobierno, desde que asumió, consideró el 50º aniversario del golpe de Estado como un “hito”, en su jerga, a celebrar. Ese verbo no indica que sus jefes y funcionarios no estuvieran conscientes del carácter luctuoso o, simplemente, triste, del acontecimiento.
No, en lo más mínimo. Suponer algo distinto, sería ir demasiado lejos. No, pero el punto es que querían celebrarlo igual. Concretamente, con un festival al estilo Lollapalooza, en que se presentaran artistas de renombre mundial. Mientras más conocidos y populares y vigentes, mejor.
Pero faltaba un mensaje. Había que darle un relato a la celebración. Ese no podía ser, según la íntima convicción de la cúpula del gobierno, orientada al pasado, sino que debía apuntar al futuro. Y el futuro, pues, es uno solo: la expansión de la democracia liberal, el desarrollo sustentable y la doctrina de los derechos humanos.
Conforme a esos lineamientos, el presidente Boric nombró a un amigo suyo, el publicista Patricio Fernández Chadwick, como encargado de las festividades. El ex director de la revista The Clinic y ex convencional constituyente, sin embargo, es más del estilo conversador de sobremesa y gozador de la noche que ejecutivo.
Así, las tediosas reuniones, los mails y oficios indispensables, el combustible mismo que mueve a la burocracia, se suspendían, aplazaban u olvidaban.
Además, y en eso se parece a su amigo Boric, Fernández adolece de ciertas limitaciones en el plano político y social. No es que no sea político. No, pero sí tiene dificultades de comprender posiciones, ideas, actitudes y propósitos que vayan más allá de círculo democratacristiano-concertacionista y sus confines más próximos; un universo que, a quienes pertenecen a él, les parece simplemente inmenso e interminable.
Pero no es así.
El plan de invitar a importantes mandatarios extranjeros a los actos por el 11 de septiembre se malogró, pese a los buenos auspicios iniciales. El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, y -no es un detalle- presidente temporal del Consejo la Unión Europea, demostró su vivo interés en la conmemoración.
Pero los funcionarios chilenos no entendieron o, quizás, se negaron a aceptar, qué es lo que concita la atención en el mundo acerca del “11”. No es el golpe, ni adhesiones genéricas a “la democracia” y los “derechos humanos”. Es un nombre: Salvador Allende Gossens.
Eso no debió ser una sorpresa para los organizadores locales: al fin y al cabo, el premier español ha impulsado sendos actos de homenaje a Allende, a los que invitó al propio presidente Boric, en Nueva York y en Madrid.
Pero el presidente mártir o el cobarde borracho suicida -todas las opiniones, así nos hemos enterado de boca de las máximas autoridades del Estado, son “legítimas”- no calzaba con el relato oficial. Era muy del “pasado”, poco del “futuro”.
Sin embargo, las personalidades internacionales, por distintos motivos, poco comprensibles para organizadores de las celebraciones, se interesan justamente en ese “pasado”, que algunos llaman también historia, y no por las generalidades vacías elaboradas, luego de meses de dilaciones, por Fernández.
Pero también hubo algunos obstáculos prácticos. Los organizadores de la fiesta del 50º aniversario, que cae en una fecha no sólo previsible sino, por definición, absolutamente prevista, no tuvieron en cuenta de que, cada año, el mes de septiembre, los gobernantes lo reservan a las relaciones internacionales. Hay una fecha previsible y prevista, la asamblea general de las Naciones Unidas, que comienza el tercer martes de septiembre.
Habría que tener ojo de que no se fije, como muchas veces ocurre, alguna conferencia internacional o cumbre justo antes de la cita en Nueva York. El tiempo de los gobernantes es precioso y hay que optimizar la agenda.
Por ejemplo, está la cumbre del grupo de los 20, foro político económico que, indudablemente, cobraría renovada importancia ante la turbulenta situación internacional.
Su fecha de realización, en esta ocasión en la India, es previsible, mas no está prevista. O no lo estaba, hasta que se fijó para el ¡ay, no! 9 y 10 de septiembre de 2023. El lema, siguiendo la retórica hippie del primer ministro hindú, Narendra Modi, es “una tierra, una familia” y, sí, “un futuro”.
Todos los invitados premium, caros al corazón del oficialismo, estarían ocupados. Sólo el presidente argentino, Alberto Fernández, quien ya va, hace rato, de salida, comprometió que viajaría desde Nueva Delhi a Santiago para el acto oficial.
Otra personalidad importante que confirmó su presencia en Chile es el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Pero AMLO no es muy popular en La Moneda; y a él tampoco le interesa “el futuro”, sino -¡qué fijación, por Dios!- Salvador Allende.
Mientras, el Lolla, versión Hawker Hunter, tampoco funcionaba. Los asesores genios se sorprendieron al descubrir que el Estadio Nacional ya estaba ocupado, por una actividad completamente sorpresiva, que apareció de la nada, como un rayo en el cielo azul, imprevisible y absolutamente imprevista, llamada “Juegos Panamericanos”.
Hacerlo “en la calle”, en eso coincidían todos, era muy peligroso. Ni el Parque O’Higgins ni las anchas alamedas daban garantía de que el 11 de septiembre de 2023 no terminara en una humareda de bombas lacrimógenas, barricadas y balazos, con Taylor Swift de fondo.
Además, para conseguir a los artistas, sobre todo a los internacionales, también hay que moverse con mucha anticipación, cosa que los organizadores también habían omitido.
Todo eso habría sido motivo suficiente para echar a Fernández de su cargo y a varios más. Pero el motivo ostensible de su salida fue que el “asesor” o “coordinador”, aparte de malograr los preparativos para fiesta, se le salió lo DC.
Sobre el golpe, razonó, en una entrevista con el sociólogo Manuel Antonio Garretón, se podía discutir; si estaba bien, si estaba mal. Pero lo que vino después, es decir, el período en que la Democracia Cristiana fue paulatinamente apartada del régimen de la dictadura, eso sí que es inaceptable; por “las violaciones a los derechos humanos”, se entiende.
Al final, la gran celebración quedó en nada. En nada especial, mejor dicho.
Excepto en un aspecto en que el gobierno sí quería innovar. ¿Cómo sería si los defensores, apologistas, beneficiarios, cómplices y autores civiles y políticos de la dictadura se sumaran las festividades “del 11”? ¿No sería eso formidable?
Sería, literalmente, increíble, pero, en la mente de los funcionarios de gobierno, no imposible. Al menos el presidente Boric creía que había un camino. Había insinuado que compartía la tesis regurgitada de que el golpe, al final, fue culpa del propio Allende. El mandatario propuso “reevaluar” a la UP siguiendo esa pauta, dictada por un intelectual derechista, Daniel Mansuy, en un libro que estaba recibiendo muy buena prensa.
¿Y para qué sirven los chats de Whatsapp y Signal (para asuntos delicados) en los que el jefe de Estado se comunica, casi diariamente, con los principales dirigentes de la derecha para comentar ideas y los acontecimientos del día?
No nos consta directamente, o sea, no con el grado de detalle de un documento desclasificado de la CIA, pero ambas partes han reconocido que existieron esos intercambios. Y los resultados hacen presumir que hubo un acuerdo.
La democracia, siempre. Derechos humanos, siempre. “Violencia”, nunca. Fácil. “Mínimos civilizatorios”, en realidad.
Pero también las civilizaciones se componen de detalles.
Por ejemplo, la derecha se opone al “quiebre de la democracia”, pero sostiene que fue el gobierno de la Unidad Popular quien lo realizó. También acepta respetar, en toda circunstancia, los derechos humanos, excepto en aquellas en que se hace necesario aplicar el terrorismo de Estado y una política de exterminio, pues esas son “inevitables”. Y la violencia -¡ah, la violencia!- esa sí que debe ser repudiada, condenada y castigada, porque todo el mundo sabe que “la violencia” es el término que se la da aquellas situaciones en que un no-oligarca -no, más preciso, gente pobre- osa siquiera decir “pío”. En esos casos, la democracia se quiebra e inevitablemente hay que exterminarlos a todos.
Así planteadas las cosas, el acuerdo se complicó un poco para el gobierno. Pero, se dijeron en La Moneda, si redactamos una declaración que haga caso omiso de todos esos detalles y, sobre todo, de la realidad, histórica y actual, bien se puede concordar una posición común.
En vano. La derecha hizo lo que siempre hace con este gobierno: espera a que ceda a todas sus exigencias, cada vez más extravagantes, para finalmente decirle que no.
El presidente Boric lo reconoció: les “rogó”, como dijo, a los pinochetistas a que suscribieran su documento. Sin éxito. Ni siquiera un negocio aparte, entre el gobernante y Sebastián Piñera, conmovió a los defensores de la dictadura.
Ya sin motivos para negarse, alegaban que en el acto oficial alguien podría hablar bien de Allende; un verdadero escándalo. Boric asintió y les ofreció hacer una ceremonia aparte, sin alusiones molestas y lejos del sitio del suceso, La Moneda. Nop, le respondieron.
Ahora, Boric tendrá que hacer su acto, por así decirlo, solo. Así no dan ganas de celebrar.