El encuentro de presidentes en Brasilia develó la existencia de dos mundos en Sudamérica. Un grupo de países busca formas comunes para enfrentar la crisis mundial. Y otra facción de gobiernos de la región se limita a recitar la agenda del imperio. Adivine de qué lado está Chile.
El presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, lleva casi seis meses en el cargo. Le ha costado afirmarse políticamente. El asedio interno es inquietante. Y la proyección internacional de los intereses del mayor país del subcontinente sudamericano resulta más difícil de lo que había anticipado.
Las herramientas que había promovido Lula en sus primeros mandatos ya no existen -Unasur; están sometidas a fuertes presiones económicas externas -el Mercosur; o están viviendo enormes transformaciones -el grupo de países BRICS, que suma ahora, además de Rusia, China, India, Sudáfrica y Brasil, a nuevos y ambiciosos actores, como Arabia Saudita e Irán.
Y está claro que no sólo los instrumentos han cambiado. El mundo mismo sobre el que se aplican ya es otro, en comparación a las dos primeras décadas de este siglo.
En la cumbre de los BRICS, en agosto en Sudáfrica, participará, según se ha anticipado el presidente de Rusia, Vladimir Putin, en un gesto de desafío a las sanciones occidentales.
En aquel encuentro se tratará la consolidación de un nuevo bloque económico y político que supera en tamaño no sólo a Estados Unidos, sino también al conjunto de los países del G-7, el núcleo del poderío occidental: EE.UU., Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, Canadá, Japón. Y el temario incluye el debate sobre un asunto de primera importancia: el establecimiento de un sistema de pagos internacional y una moneda común que facilite el comercio entre los países miembros del bloque y enfrente la hegemonía del dólar.
Se entiende, entonces, que la diplomacia brasileña haya presionado tanto para la realización de una cumbre sudamericana ahora. Brasil, que compite con el actual gobierno mexicano, por una posición de liderazgo en América Latina, quiere llegar con algún respaldo a la gran cita en Johannesburgo, Sudáfrica.
Para la prensa, el centro de atención de la reunión de Brasilia de este martes fue la presencia del mandatario venezolano, Nicolás Maduro, luego de años de exclusión política y diplomática. El propio anfitrión remarcó ese hecho en una publicitada entrevista bilateral antes del comienzo de la cumbre.
En esa ocasión, Lula fustigó a las “ideologías extremistas e intolerantes que han tratado de aislar a Venezuela del resto del mundo” y condenó la política de sanciones estadounidenses en contra de ese país.
Como era de esperar, los representantes de los gobiernos más sumisos a los dictados de Washington respondieron a esos señalamientos, como el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou y el mandatario chileno Gabriel Boric. El representante del régimen golpista peruano Alberto Otárola, fue más prudente, y no se metió en ese asunto.
Tanto Boric como Lacalle atacaron directamente, no a Maduro, sino a Lula por haber expresado su apoyo a Venezuela.
Sin embargo, las diferencias marcadas por los gobiernos vasallos iban al fondo de lo tratado en la reunión. Lacalle exclamó “¡no más instituciones!”, en oposición a una reconstitución de Unasur. Boric siguió la misma línea llamando a “hechos concretos”, en oposición a acuerdos políticos de integración.
Y mientras que en la agenda que promovía Brasil destacaba la implementación de medidas de desarrollo económico autónomo, como la movilización del ahorro regional en proyectos de infraestructura y la ampliación de acuerdos monetarios, Boric señaló que las prioridades de su gobierno eran el control de la migración y programas de cooperación para Carabineros y la PDI.
La agenda de la creación de un bloque americano común, que pueda hacer valer sus intereses en el mundo, se muestra aún muy tentativa y débil.
Pero la agenda del imperio, según quedó demostrado, es la del mero atraso y sumisión, vacía y pedestre. Y es triste espectáculo que dan los gobernantes que se degradan a la condición de sirvientes de poderes ajenos.