Las elecciones de este domingo son, acaso, las más representativas de la idea de “democracia” de este régimen: en el fondo, inútiles; en la forma, envilecidas; y, en todo lo demás, muy cínicas. No se puede, en realidad, caer más bajo que esto.
Este domingo, los chilenos -y extranjeros habilitados para votar- están llamados a decidir quiénes conformarán el consejo constitucional. Se trata, han dicho algunos, de la elección “más importante de la historia de Chile”.
Esa obvia exageración tiene, sin embargo, un trasfondo. Se trata, por primera vez, de una creación propia y original del régimen dominante. No hay aquí atadura alguna. Libres, por primera vez, los dirigentes del régimen pudieron dar rienda suelta a su imaginación y creatividad.
No puede decirse lo mismo de la constitución del ’80. Sus autores intelectuales divagaron entre el voto censitario, una cámara de los gremios y muchas otras fantasías reaccionarias. Su propuesta final, sin embargo, no se diferenciaba en gran cosa del sistema político anterior, exceptuando, por supuesto, ciertas reglas diseñadas para proteger los intereses oligárquicos.
Del mismo modo, las múltiples reformas introducidas durante el período de la transición y en el gran acuerdo entre Lagos y la derecha en 2005, poco se distinguen del engendro pinochetista, exceptuando, nuevamente, ciertas reglas diseñadas para proteger al régimen constituido tras la dictadura, incluyendo, desde luego, los intereses oligárquicos ya mencionados.
En el intento de crear una nueva constitución en 2021-2022, la propuesta que no prosperó tampoco modificó al sistema político creado durante los años de la Concertación, con la excepción, innegable, de la introducción de nuevas normas, pero, especialmente, de nuevas palabras -muchos, muchos adjetivos y varios nombres distintos para designar lo mismo- diseñadas para proteger al régimen dominante y los intereses que ya sabemos.
Este consejo constitucional, que se va a completar el domingo, sin embargo, representa el resultado de una, ahora sí, hoja en blanco. Bajo la atenta vigilancia de una especie de tribunal, compuesto por un conjunto de viejos carcamales -el consejo de admisibilidad- los representantes elegidos sólo podrán, si cumplen con quórums significativos, modificar, bajo ciertas condiciones, o rechazar, superando barreras aún más altas, las normas propuestas por un órgano designado -la comisión de expertos- que ha estado, en estas semanas, tratando de elaborar un proyecto que nada cambia de lo anterior.
“Lo anterior” viene a ser los planes de Guzmán, Alessandri, Ortúzar; la versión de lo mismo hecha por la Junta Militar; la constitución modificada en 1989 por el acuerdo de la dictadura con la Concertación; las reformas posteriores y el acuerdo Lagos-Longueira de 2005; los múltiples cambios introducidos desde entonces; el proyecto constitucional de Bachelet; etcétera. La lista podría seguir.
No es raro, entonces, que, en las elecciones del domingo, sólo se pueda elegir entre los partidos del régimen y su personal: narcotraficantes, abusadores sexuales, políticos jubilados, suches de los parlamentarios, influencers fracasados, patrones en busca de figuración, fachos fanáticos, y muchos, muchos, candidatos a los que no les dio el cuero para quedar en las listas de concejales y cores.
El régimen se presenta en su verdadera faz. Sin maquillajes. Eso es lo que es. Un engendro absurdo de órgano político que ni sus propios creadores saben dominar, y representantes que reflejan qué es realmente este régimen: pura podredumbre, lo que botó la ola, la expresión de un sector indeseable de la sociedad.
Ante esto han abundado los llamados a anular el voto, realizados por personalidades de la academia, dirigentes sociales y organizaciones políticas. Éstos se centran eminentemente en los aspectos formales del “proceso constituyente”. Es decir, denuncian -con toda razón – aquellos elementos que no se ajustan a la idea de la democracia, a los estándares de la democracia liberal burguesa.
Olvidan, en este contexto, una cosa muy sencilla: ninguna democracia realmente existente cumple con esos criterios, pues, ideales. Les hubiese bastado haber visto, temprano en la mañana, la coronación de rey Carlos III. El primer Carlos fue decapitado, allá en 1649, en nombre de la voluntad popular. Pero ni siquiera esa medida, tan radical, bastó para deshacerse ni de las monarquías, ni de las excrecencias oligárquicas en una de las naciones más desarrolladas del mundo.
No hay nada que decir en contra de anular o de abstenerse en estas elecciones (aunque uno de los convocantes del voto protesta, el historiador Sergio Grez, la desecha como “muy azarosa”, por lo de la multa).
Pero vendría siendo hora de examinar estos asuntos de un modo más concreto.
En estos comicios no está en juego si la constitución pretendida por el régimen será más o menos democrática. Ese debate, que se inclinará, seguramente, más por el déficit que por la abundancia, es sólo la superficie.
Lo que se está dirimiendo es el carácter de los “acuerdos”, como les gusta decir, de sus partidos para mantener, desesperadamente, vivo el actual orden. Y eso se ha venido resolviendo de un modo aún más secreto que las deliberaciones del consejo constitucional.
Lo que está claro es que las decisiones del régimen moribundo causan un daño directo e inmediato -económico, social y, sí, también político- a las grandes mayorías de la población y a los intereses nacionales. Y no necesitan ninguna constitución para infligir esos perjuicios al pueblo chileno.
No se puede legitimar la actual farsa constitucional. Eso es verdad. Pero la tarea principal es otra: derrocar a este régimen y conquistar el poder para los trabajadores.