La lucha de clases contemporánea se presenta en nuevas formas, mediante continuas explosiones sociales o levantamientos populares que recorren el mundo entero. Muchos se desconciertan ante esos movimientos. Los ven como excepcionales, cuando ya son una regla, también en América Latina. Y el presente muestra que aún no han golpeado con toda la fuerza que los acompaña.
La historia de toda sociedad, hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases. Así lo sostienen Marx y Engels en el “Manifiesto Comunista”. Esas líneas, escritas en 1848, durante la llamada Primavera de los Pueblos, una serie de levantamientos populares que sacudieron simultáneamente a Europa, eran entonces tan poco aceptadas como lo son hoy.
Las revueltas en contra de las dinastías de los Habsburgo, Borbones, Hohenzollern ¿resultado del choque concreto entre los intereses históricos de distintas clases? A muchos contemporáneos esa idea les pareció una increíble exageración o un necio reduccionismo.
Para los que se convirtieron en los líderes de esos movimientos, Louis Blanc en Francia, Mazzini en Italia, Kossuth en Hungría, Mieroslawski en Polonia, sus propósitos no eran de clase, sino nacionales; no representaban las necesidades de la burguesía, sino de la libertad; no buscaban una revolución, sino una constitución.
Desde esa perspectiva, el enorme movimiento de 1848 terminó en un terrible fracaso.
Francia vio el ascenso del sobrino de Napoleón a emperador. En Polonia, el yugo zarista se hizo más pesado. Austria se convirtió en Austria-Hungría, una enorme autocracia. La constitución elaborada por la asamblea de Frankfurt, en Alemania, fue, digamos, rechazada por su principal destinatario, el rey de Prusia, quien calificó la propuesta de que él se erigiera como emperador constitucional de una Alemania unificada como la ofrenda de una corona “ya exuberantemente deshonrada con el olor a puta de la revolución de 1848, la más ridícula, estúpida y defectuosa -pero, gracias a Dios, no la más malvada- de este siglo” (esa vendría a ser la francesa, con su continuación napoleónica).
Denostados y derrotados, los prohombres del ’48 musitaron sus desgracias en el exilio o abjuraron de sus ideales, acomodándose, muchos, a los renovados regímenes absolutistas, que durante varias décadas intentarían conciliar las pretensiones de la ascendente clase burguesa con los remanentes de los antiguos privilegios feudales.
Sólo después, cuando una nueva clase, la clase trabajadora moderna, había remarcado su presencia en las sociedades europeas, los regímenes dominantes europeos descubrieron, paulatinamente, las grandes virtudes de la democracia, el Estado de Derecho, la explotación, el imperialismo y la guerra a muerte.
Al final, la historia sí es la historia de la lucha de clases.
Más de 160 años después de la Primavera de los Pueblos europea, estalló otra primavera, pero en el otro lado del Mar Mediterráneo. Se le llamó la Primavera Árabe.
Comenzó en Túnez, según se relata, con la inmolación de Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante de 26 años, a quien la policía le había requisado su mercadería y a quien se le negó una audiencia cuando quiso reclamar por la medida.
Una enorme ola de levantamientos populares se extendió con rapidez por el norte de África y la península arábiga.
La manera que los gobiernos enfrentaron esa nueva etapa de lucha de clases demostró que, pese a contar con un poder absoluto militar y político, los regímenes fueron incapaces de enfrentarse a un movimiento que, igual que las olas del mar, los zarandeó de un lado a otro sin que pudieran hacer nada.
Es el caso de Egipto, quizás uno de los más poderosos, se entregó el poder a los Hermanos Musulmanes, pues el régimen los consideró portavoces del movimiento social. Pero los islamistas no supieron qué hacer con la ofrenda.
Otros sufrieron más adversidades. Libia hasta hoy está inmersa en una lucha entre facciones apoyadas por fuerzas externas que persisten en alejarla de la paz; o Siria, para sobrevivir como país, debe aguantar que tropas estadounidenses, turcas y europeas permanezcan sin permiso en su territorio, pues se justifican en el pretexto de la lucha contra el Isis, pero a la vez las mismas incentivan y amparan las acciones terroristas contra del Estado sirio.
El incesante avance de la lucha de clases no ha terminado en el África árabe y su entorno. Continúa en proceso mientras las masas no encuentren una solución factible a sus problemas fundamentales, que sólo se agravan con la intervención de potencias que quieren obtener dividendos geopolíticos, cuando los pueblos solo quieren mejores condiciones de vida para sus familias.
A diferencia de su precedente del siglo XIX, la Primavera Árabe fue la primera estación de un recorrido de rebeliones que ha abarcado a todo el mundo y no se ha detenido hasta entonces.
En América Latina, esa forma de la lucha de clases también llegó, a pesar de un largo período de equilibrio inestable que permitió apaciguar los conflictos internos y las adversidades que ocurrían en el mundo.
Ahora quieren volverlo a recrear ese precario balance, pero ya es tarde. Se acabó. El equilibrio inestable fue eficaz de la mano de gobiernos políticamente activos -Chávez, Lula, Correa, Kirchner- preparados a hacer concesiones al pueblo, aunque fueran sólo simbólicas.
En la actualidad, se develan claramente las tendencias en pugna, y el pueblo es mudo testigo de las luchas políticas por dinero y poder.
Eso no significa que no sea una amenaza para los regímenes dominantes. Al contrario, es un enemigo invisible, sin líderes ubicuos, sin organización aparente, que atormenta a la burguesía, pues no puede controlar su rumbo, y menos sus luchas.
De la misma manera que los regímenes árabes, tratan de evitar el ascenso de la lucha de clases con la militarización y la represión. Craso error, pues ni los tanques Abrams ni los aviones F-16 o la maquinaria militar más moderna impidió la caída de los regímenes en las márgenes en norte de África.
En nuestra América, observamos regímenes como el peruano, que carece de toda legitimidad, lleva al desfiladero a su pueblo y a una confrontación que parece inevitable; o el ecuatoriano, que desde hace mucho sufre el maltrato de movimientos reivindicativos que sólo velan por sus intereses y menoscaban a su pueblo, aliándose con sus enemigos corruptos hasta la médula para obtener más regalías.
Y llegamos a nuestro país. Una nación de pigmeos políticos que, en su mundo reducido de negociaciones, no sólo venden al país al capital extranjero, sino que creen que el pueblo se parece a ellos, que sus demandas conviven con el racismo, la xenofobia, clasismo y la estupidez.
Todos los partidos políticos profitan y son seducidos; algunos por genuina inclinación, otros simplemente por conveniencia. Y quizás lo más repugnante no es que incrementen el número de pacos o milicos, que los saquen a deambular por las calles, que les sigan pagando más dinero por no hacer nada o que dicten leyes para darles impunidad.
Lo más deleznable es la indignidad, la bajeza moral, de quienes, sabiendo claramente cuáles son las demandas más sentidas del pueblo, a sabiendas de lo que hacen, realizan todo lo contrario. De esta manera avivan la llama o, diríamos en chileno, “le echan carbón al fuego”. Un fuego, recordemos, que ya los ha quemado. Con el mero expediente de mantener el terror represivo entre el pueblo quieren evitar quemarse nuevamente.
Podríamos decir que son genuflexos, vendepatrias, traidores, delincuentes o sicópatas. Pero eso ya lo sabe el pueblo. Sólo sería redundar.
Los muchos analistas o locuaces de izquierda que ven al pueblo en un periodo regresivo, que reniegan de sus luchas, de sus capacidades y que desconfían de su fuerza avasalladora, han de saber que la dignidad, la moral, siguen estando en los trabajadores y sus hijos e hijas. Y no están, como ellos creen, en las aulas universitarias, en los pasillos de los ministerios, en las elecciones, en los emprendimientos de toda laya, sino en las poblaciones, villas o barrios del país, allí donde la miseria llama a la solidaridad, donde la desigualdad llama a la acción política, donde la injusticia llama a la desobediencia, donde la dignidad llama a la revolución.
Así es la lucha de clases. Es toda la historia, nomás.