El presidente Boric designó al senador Álvaro Elizalde como el nuevo jefe político de su gobierno. La idea es que cierre todos los “grandes acuerdos” con la derecha. Los talentos del nuevo ministro, sin embargo, son la prueba viva de que algo malo siempre puede ser peor.
Gobernar, se dice, puede ser un trabajo exigente. Por eso, se requiere de personal especialmente capacitado para esa tarea. Pensemos, por un momento, en Vladimir Putin, sólo por poner un ejemplo.
El presidente de Rusia debe dirigir una guerra o, para ser más precisos, una operación militar contra Ucrania (sin contar la de Siria) y una guerra, en el sentido más estricto del término, contra la Estados Unidos y la OTAN.
Aparte de eso, debe tomar decisiones difíciles sobre la economía, acechada por un bloqueo occidental, y de política internacional, cuyo alcance va desde los vecinos de Asia Central, hasta la gran potencia china, pasando por Arabia Saudita, Brasil, Francia… por todos lados, en realidad.
Pero, además, tiene un país que administrar. Bastante grande, por lo demás. Debe asegurarse de que su partido, Rusia Unida, se mantenga en orden; tiene que ver elecciones regionales y comunales; incluso, se mete en asuntos aparentemente pequeños, como las falencias en los caminos y puestos de control en la provincia de Luhansk (“hay que resolver eso inmediatamente”) o su reciente idea de renombrar el “movimiento de los primeros”, una organización de niños recién creada el año pasado, como “pioneros”, al estilo soviético (“pero, Vladimir Vladimirovich”, objetó la vice-primer ministra Tatyana Golikova, “eso es algo anticuado” – “viejo, nuevo… así fue y así es, no hay nada que hacerle”, respondió Putin, “sólo piénselo ¿okay?” – “okay”, aceptó Golikova).
Y todo esto, más o menos, al mismo tiempo. Y, aun así, vemos a Putin absolutamente imperturbable. En eso se parece a su colega y adversario, Joseph Biden. No hace falta enumerar los asuntos de los que el presidente estadounidense debe ocuparse. Sólo basta decir que tampoco se hace problema alguno cuando pierde el hilo de la conversación o se olvida de dónde está o comienza a toquetear mujeres y niñas. No. Todo cool. Cero tensión.
Considerando estos ejemplos, no deja de ser llamativo que el gobernante de una larga y angosta faja de tierra en el fin del mundo que no hace absolutamente nada, esté convertido en un auténtico atado de nervios.
Apretando frenéticamente una pelotita anti-estrés, Gabriel Boric le echó una descomunal foca a un fotógrafo que lo captó revisando los mensajes o, quizás, TikTok, en su móvil, mientras estaba sentado, con la puerta de abierta, en su oficina en La Moneda.
Hoy, al menos, sabemos qué fue lo que lo tenía tan irritable al mandatario.
El curioso incidente ocurrió el mismo día en que había convocado al senador PS Álvaro Elizalde para que asumiera como ministro secretario general de la Presidencia. En medio de la vasta Nada que caracteriza al gobierno, esa decisión, ciertamente, equivale a algo importante.
Así, cualquiera se pone nervioso.
Desde el punto de vista de Elizalde, se trata de un paso muy poco común.
¿Por qué abandonaría su cargo de senador, algo que, en el actual régimen, es equivalente a ser un pequeño rey o, al menos, un duque, por un puesto de ministro?
La posición de secretario general de la Presidencia fue inventada por la dictadura, que la llamaba “jefe del Estado Mayor Presidencial”. Su tarea consiste en relacionarse con el parlamento, entre otras varias cosas. En otros países esa función es desempeñada por lo que se llama “ministro sin cartera”. Casi podríamos decir, ministro sin asunto.
Elizalde fue, además, presidente del Senado hasta marzo de este año. De ahí, sólo se puede subir a un cargo: la propia jefatura del Estado. Con tantas ambiciones ¿por qué Elizalde habría consentido a su propia democión política?
Esta pregunta provocaría completa indiferencia entre los entendidos, insiders y expertos de la política chilena. Para ellos, todo esto es obvio: Elizalde viene a hacerse cargo.
Va a ser el presidente en las sombras. El que decide las cosas, preferentemente sin perder los nervios.
¿Pero no era la ministra del Interior, Carolina Tohá, la que cumplía ese papel?
El hecho de que, en la víspera del anuncio de su incorporación al gabinete -o sea, cuando ya sabía- Elizalde se reuniera, junto a los demás senadores del PS, con Tohá para expresarle “su respaldo”, debió servir de advertencia.
En este negocio, siempre cuando alguien propone ayudarte es que ya estás fuera de juego. Y así le pasó a la pobre Tohá que, al igual que su presidente, es también del tipo irritable-nervioso-susceptible.
El nuevo mandamás, en cambio, ignora por completo los bruscos cambios de ánimo. Siempre va parejito. Ese temperamento flemático va acompañado o, mejor dicho, es causado, por una notable quietud intelectual. No se mueve nada en esa cabezota ex-rubia.
El plan de que Elizalde cierre con la derecha todos los “grandes acuerdos” pendientes -salvataje a las AFP y las Isapres, reforma tributaria pro-empresarial, nueva constitución y pacos por doquier- para después emerger como candidato presidencial del “orden” y de la “unidad nacional”, sobre las ruinas de la “izquierda” oficialista y con el beneplácito de una parte de la derecha, ese plan, pues, no lo ideó él.
Ese se debe al simple hecho de que lo de idear no es su fuerte. Su trayectoria política, desde la provincia -Talca, París y Londres- y su pasado en la Izquierda Cristiana, se debe, ante todo, a los auspicios de sus mentores y protectores. La más importante es su esposa, Patricia Roa, una temible maquinera concertacionista que, seguramente debido al machismo, debió cederle el protagonismo a su cónyuge. Ella fue la que orquestó la conquista, con Elizalde como candidato a la presidencia, de la Fech, hasta entonces un reducto de la DC, en el inicio de los ’90.
La gestión de Elizalde terminó con la disolución, durante casi una década, de esa federación estudiantil.
Su carrera fue, de manera correspondiente, bastante oscura, pero segura. Su gran salto fue el ingreso al gabinete del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Duró poco.
En 2016, fue presentado por Carolina Tohá, entonces alcaldesa de Santiago, como su generalísimo de campaña de reelección. Tohá perdió. Y lo hizo contra el más imbécil de la descendencia de Alessandri, un tal Felipe.
A partir de allí se centró en el PS. Mediante una conveniente alianza con el narco-alcalde de San Ramón, Miguel Aguilera, Elizalde se hizo elegir presidente del Partido Socialista. Desde allí, movió cielo, mar y tierra para poner a Alejandro Guillier como candidato presidencial de la entonces Nueva Mayoría, un sparring demasiado débil para Sebastián Piñera, quien ganó la elección en 2017.
Elevado al Senado, mantuvo un papel discreto. Su intento de promover a Carlos Montes, primero, y a sí mismo, después, como postulante a La Moneda en 2021 fracasó desastrosamente. Los magros 25 mil votos que obtuviera la carta del PS, Paula Narváez, sin embargo, sí pueden considerarse un logro suyo.
Muy tempranamente, Elizalde tejió los acercamientos con el grupo de Boric, sólo para sorprenderlo, el mismo día de su asunción como presidente, con un pacto con la derecha en el Senado que lo dejó como titular de la cámara alta. Desde allí, encabezó la secreta trenza pro-Rechazo del oficialismo que se convirtió, al momento del plebiscito, en la opción dominante dentro del gobierno.
Si uno se fija bien, la trayectoria de Elizalde consiste en provocar y favorecer, mañosamente, desastres ajenos y propios, sin que quede claro si en eso hay algún tipo de diseño torpe o simple incompetencia.
Pero no hay duda de que es ese singular talento el que lo pone ahora como jefe político de este gobierno.