Mientras los medios de comunicación muestran vetustos carcamales políticos que pretenden hacer de las suyas, el miedo y el temor ante el recuerdo de los jóvenes combatientes los vuelve a su realidad insignificante.
En los peores momentos de la dictadura militar, cuando la represión se extendía por las poblaciones populares chilenas, muchos hombres y mujeres se enfrentaron a las fuerzas del régimen, evitando con ello la impunidad de los esbirros.
Nunca más pudieron entrar a las poblaciones libremente: debían de hacerlo con el miedo y el terror de que cada tiro que disparaban podía ser respondido o de que podían ser avasallados por una fuerza que los aplastaría si tensaban mucho la situación.
En el lado de las barricadas y la defensa popular, estaban ancianos, adultos, pero, por sobre todo, jóvenes.
Jóvenes con una poderosa arma que hacia languidecer los arsenales de los sicarios del régimen.
El arma de los jóvenes era su moral.
Esa moral que buscaba infructuosamente el bien, el bienestar de la comunidad, del pueblo entero, reflejado en la entrega total por un futuro mejor.
El Día del Joven Combatiente da cuenta de hombres y mujeres de esa categoría moral, y se refleja en dos hijos de una familia humilde que fueron asesinados, porque no había otra manera de que pudieran evitar que siguieran adelante buscando la libertad e igualdad para su pueblo.
Los asesinos formaban parte de esa escoria humana, mancillada, cobarde y obediente de sus amos que, frente a hombres, libres muestran toda su bajeza, porque los otros son una amenaza para su existencia.
Hoy día, a ese tipo de individuos, los enaltecen los políticos, porque los necesitan para defender su régimen, los arman para que maten impunemente cuando se dé la circunstancia, les perdonan sus aberraciones, les dan palmadas en la espalda para que crean que todos están con ellos.
Indudablemente, hablamos de los carabineros. Siempre han fluctuado entre la delincuencia y una policía política, fiel a sus preceptos, copian de sus amos, la burguesía, las ansías de tener más bienes, transformándose en delincuentes estatales.
No se dan cuenta que bajan un peldaño en la clase humana cuando golpean a escolares, cuando protegen a los políticos ladrones, cuando obedecen la orden de lastimar a otros, cuando les dicen que pueden matar a otro sin sufrir ningún castigo.
En sus mentes obtusas creen que golpear, torturar o matar es un trabajo. Incluso, en su locura, creen que son parte de la clase trabajadora.
Hoy, cuando los políticos creen que están en su mejor momento, otra vez sienten la presencia amenazadora de los jóvenes, del pueblo.
Rafael y Eduardo Vergara Toledo siguen presentes porque el futuro de la revolución en nuestro país no se apaga con sus muertes, sino que avanza a paso seguro, impulsado por el reflejo de su ejemplo.