El Senado aprobó por unanimidad el proyecto de flexibilización laboral. ¿Dijimos “flexibilidad”? No, no. Perdón. Se trata, por supuesto, de la ley de las 40 horas semanales. Es que son lo mismo. Por eso, los empresarios celebran con champán.
“Ocho horas de trabajo, ocho horas de recreación, ocho horas de descanso”. Esta idea fue formulada por el inglés Robert Owen, en el ya lejano inicio del siglo XIX.
Pero no fue esa consigna el motivo por el cual, posteriormente, se le consideró un utopista. Eso sí, en cualquier caso, fue un adelantado. Tuvieron que pasar más de cien años y una revolución para que ese principio se hiciera realidad, en la Rusia de los soviets en 1917, antes de abarcar a más países.
Pero la lucha por limitar las horas de trabajo, para arrancarles a los patrones algo de vida propia, es tan antigua como la propia clase trabajadora moderna y no dependió de que ningún filántropo y activista, como el bueno del Owen, se lo imaginara.
En la medida en que, durante el siglo XX, se desarrollaron nuevas formas de producción, la reducción de la jornada laboral se extendió a cada vez más países. Incluso, el Plan Laboral de Pinochet-Piñera (no ese, el hermano mayor, José), vigente hasta hoy, estableció una jornada semanal máxima de 48 horas. Claro, son ocho horas, pero en seis días.
Recién en el año 2001 hubo una pequeña modificación, cuando se cambió la semana de 48 horas a 45.
Por eso, cuando hace unos cinco años, la entonces diputada del Partido Comunista Camila Vallejo presentó un proyecto de ley que proponía una semana de 40 horas (o sea, finalmente, ocho horas en cinco días) captó inmediatamente la atención.
Es notable: había pasado un siglo desde el inicio de la materialización de las ocho horas en el mundo para que el tema estuviera en la agenda en Chile.
La diputada justificó su proyecto con el hecho de que ello proporcionaría una “mejor calidad de vida” a los trabajadores y que ayudaría a las empresas a ser más productivas.
Win-win, como dirían los gringos.
Pero, al igual que Robert Owen, cuyas buenas ideas nadie le niega, el proyecto de las 40 horas tenía un cierto sesgo, no vamos a decir utópico, pero que no tomaba muy en cuenta la realidad, tanto de los trabajadores, como de sus patrones.
Primero, en Chile, la norma no es lo que dice la ley. Es así. Y eso lo sabe todo quien, de verdad, trabaja, lo que no puede decirse de ningún diputado.
No. La norma en Chile es la súper-explotación. En términos muy simples, eso significa que los capitalistas pagan salarios por debajo del valor de la fuerza de trabajo y se embolsan, así, una extra-ganancia. Dicho en palabras aún más simples: cuando el sueldo no alcanza para vivir, ya sea de manera crítica, en el día a día, para la enorme masa de trabajadores que son pobres, o extendido en plazo más largo, para los que están un poco mejor. Y ese dinero que falta a fin de mes, es la ganancia adicional del capitalista.
¿Cómo se expresa eso con respecto a la duración de la jornada laboral? Se muestra en lo que todo el mundo vive diariamente: una pelea a muerte por cada minuto, de la colación, del tiempo necesario para vestirse o echar andar la maquinaria, de cuándo empiezan y terminan los turnos.
En un plano estrictamente legal, sin embargo, las 48 horas de antes, las 45 horas actuales y las futuras 40 horas, nada tienen que ver con la “calidad de vida”, sino con otra pelea a muerte entre trabajadores y empleadores: desde qué momento se contabilizan las horas extra… si es que se cuentan.
En suma, el límite legal de la duración de la jornada poco tiene que ver con el trabajo real. Y eso es algo que la ahora ministra Vallejo tampoco consideró.
Bajo las mencionadas condiciones de súper explotación, los trabajadores ¿qué opción tienen entre trabajar más tiempo y ganar algo más de dinero -lo que sólo significa que se acercan algo más a cubrir sus gastos de subsistencia- o trabajar menos y que se acabe toda la plata en la segunda semana del mes?
¿Qué tiempo de calidad con la familia es ese, si no hay para comida, remedios, ropa, para pagar la luz?
Y tampoco es que, de verdad, se tenga esa opción. La que hay es otra: o se trabaja según lo que mandan los jefes o se termina en la calle.
En otras palabras, si hoy no se cumple la regla legal de las 45 horas semanales ¿qué hace pensar al gobierno y a los parlamentarios que se respetará la de las 40 horas?
¿O será que no están pensando en eso realmente?
Quizás, si lo vemos ahora desde el punto de vista de los patrones, el asunto se aclara.
Los capitalistas tienen, en efecto, un incentivo de aumentar la productividad. O sea, de que se produzca más en menos tiempo. Si se limitara la jornada laboral legalmente disponible, obviamente buscarían aumentar la intensidad del trabajo, para compensar las horas “perdidas”.
Paradójicamente, eso significaría que la actual pelea por cada minuto de trabajo se volvería más encarnizada. Si antes era la colación de 15 minutos, ahora va a ser cada ida al baño, cada llamada telefónica o la pausa para un pucho.
Pero también buscarían otros mecanismos, más rendidores, como invertir en maquinaria y equipos más eficientes, modernos y… caros. Todo eso aumenta la productividad.
A ese fenómeno (más eficiencia, más tecnología, mejor organización) se le denomina un incremento de la plusvalía relativa.
Lo que olvida la diputada Vallejo es que, así como tienen ese incentivo -y cómo no, si les significa más platita para ellos- siguen teniendo otro incentivo: el de aumentar su plusvalía absoluta, es decir, simplemente hacer trabajar más, o sea, más tiempo.
Lamentablemente, para nosotros los chilenos (y colombianos, venecos, peruanos, haitianos, etc., residentes aquí; un detallito importante al que ya vamos a volver), como vivimos en un país dependiente, primario-exportador, y, en fin, súper-explotador, resulta que es la plusvalía absoluta lo que mantiene este sistema andando. Si fuera la relativa, seríamos un país industrializado. Pero no lo somos.
Y los empresarios y el régimen dominante, que ellos manejan, y el Estado, que representa sus intereses ¿cómo pueden aumentar esa plusvalía absoluta? ¿Cómo pueden lograr que se trabaje más tiempo, si sólo hay 24 horas en el día, en el que los trabajadores deben reponer fuerzas, gestar y criar más trabajadores futuros (también se les conoce como hijos), además de ir al súper y al mall para comprar las cosas que esos mismos empresarios venden?
Hay un término “técnico” -o sea, que encubre lo que realmente es- para ese método. Se llama flexibilización.
Por ejemplo, dicen ellos, si yo tengo una cadena de tiendas en que los clientes se concentran en determinadas horas, entre cinco de la tarde y las ocho de la noche ¿para qué le voy a pagar a una vendedora que va a estar a las tres de la tarde sin hacer nada?
O, si tengo una salmonera en el sur ¿para qué quiero emplear gente todo el año, si la temporada dura sólo un par de meses en los que hay que estrujarlos a estos campesinos? Que el resto del año vean como sobreviven con sus papas y sus gallinas.
O, si me conviene contratar mujeres, porque les pago menos ¿cómo resuelvo el problema de que esas trabajadoras, a pesar de toda la presión y toda la necesidad, simplemente no quieren abandonar a sus hijos, y renuncian después de un tiempo o no postulan a los empleos, por lo que me veo obligado a pagarles algo más o contratar hombres, con lo que todo el ahorro de costos se va a la chuña? ¿Cómo no va a haber una solución creativa, flexible y conveniente a ese obstáculo?
O, si mi dotación laboral tiene un sindicato y contrato colectivo ¿cómo minimizo ese costo?, es decir ¿cómo los saco a estos viejos y pongo a otros, por menos plata, pero que sepan hacer la pega?
El Estado, se responden a sí mismo, debería darme una mano, ya sea legal o real. Que para eso lo tengo, posom.
Por ejemplo: mándenme un montón de inmigrantes, mientras más ilegales, mejor. Con eso flexibilizamos harto, porque no les queda otra que aceptar cualquier condición.
Facilíteme la subcontratación, para que vaya bajando los sueldos totales.
O sáqueme las 48 horas o las 45 o las 40, da lo mismo, y permítame fijar jornadas con una semana de anticipación a mi gusto y provecho.
Póngame, además, un montón de excepciones y resquicios legales en que yo, el patrón, determine libre y flexiblemente cómo va a ser la cosa.
Hacer una ley, aprobarla en el parlamento, que facilite todo esto, es difícil. Pero si le metemos un poco de maña, y grandes acuerdos, todo es posible.
Y así llegamos al proyecto de las 40 horas. En su versión original, la de hace cinco años, prácticamente sólo cambiaba el número “45” por “40”. Así planteadas las cosas, eso no iba a flotar. Muy poco flexible. Se iba a hundir el país; se reemplazarían los humanos por máquinas; los futbolistas no iban a jugar los alargues o las definiciones a penales; etc.
El gobierno de Piñera, en su momento, contestó con su propio proyecto, que era de… ¡41,5 horas! Pero eso quedó en nada. Pasaron cosas.
Pero en esa propuesta queda plantada una semilla, que sólo bajo el actual gobierno podría florecer: la flexibilidad, es decir, todo aquello que no se puede reconocer públicamente.
Y, así, el proyecto de 40 horas originado, tiempos atrás, en los afanes benevolentes y empáticos de una diputada del PC, se convirtió en una actualización del plan de Piñera. Sin decirle a nadie, por supuesto.
Porque, bajo este esquema, no es que haya una semana de 40 horas y, por ende, un día laboral de ocho horas. No. Va a ser de 40 horas en el promedio mensual, distribuidas cómo mejor le convenga al empleador.
Así, incluso puede haber semanas de hasta 52 horas. Es cosa de ser flexible. Tan flexible que las horas extra, que ya nadie va a saber cuándo corren, ya no necesitarán pagarlas. Pueden devolverlas con tiempo libre, que ellos, los empresarios, fijarán cuándo va a caer.
Buena ¿no? Este lunes no venga a los ocho; preséntese a las tres. Aproveche la mañana para tiempo de calidad con su familia. ¡Ah! ¿no están a esa hora los chicocos? Pucha.
El proyecto aprobado por unanimidad en el Senado no toca ni con el pétalo de una rosa el artículo 22 del Código del Trabajo, uno de los resquicios preferidos de los empresarios. Ese exceptúa a gerentes y similares de las jornadas de trabajo legales. Por eso que ellos entran a las 11 de la mañana y se van después de almuerzo. Pero también incluye, y ahí está el truco, a todos los trabajadores que no laboran “bajo fiscalización superior inmediata”. En esa categoría meten a cualquiera, desde repartidores hasta los que hacen teletrabajo.
Y lo más importante. No baja, sino sube, la jornada laboral de los trabajadores a tiempo parcial, a 30 horas semanales. Más flexible, imposible. ¡Vamos cambiando los contratos de 40 horas por unos de 30, a mitad de la paga! ¿O tiene algún problema con eso, Fernández? Piénselo. Porque hay cien tipos afuera esperando para tener su trabajo.
Todo esto, además, como suele ser con los grandes acuerdos, es gradual. Recién en cinco años estará vigente la totalidad de las normas, según las disposiciones transitorias de la ley.
Y escondido en ese mismo apartado transitorio está el siguiente párrafo: “la aplicación de esta ley en ninguna circunstancia podrá representar una disminución de las remuneraciones de las trabajadoras y los trabajadores beneficiados”.
Qué pena que al gobierno y a los legisladores se les olvidó incluir alguna regla legal para hacer eficaz ese principio. Por ejemplo, cuando los empleadores quieran bajar los salarios aduciendo algún pretexto engañoso. Así como está, esa norma, acaso la más importante de todas, es lo que se llama “letra muerta”.
Ahora el proyecto pasa a la Cámara de Diputados. Como tiene el entusiasta visto bueno de la Sofofa y la CPC, su aprobación sin modificaciones es dada por hecha. Tanto así, que el objetivo del gobierno no es simplemente lograr un voto favorable, sino que la ley se pueda promulgar antes del Primero de Mayo.
Si lo quieren así, que lo hagan…
Pero sería importante recordarles en esa fecha que los trabajadores no nos dejamos engañar y que todo lo que hemos conquistado, los hemos obtenido nosotros. Nadie, nunca, nos ha regalado nada.
Y eso, señores y señoras, marca el carácter.