El gobierno celebró su primer aniversario con un poco de caos y drama. El foco estuvo puesto, como siempre, en sí mismo: un cambio de gabinete. El balance más general, sin embargo, es menos movido. 12 meses después, lo único que queda es continuismo, engaños y completa irrelevancia.
¿Cuándo comenzó la costumbre de que un gobierno se define a sí mismo mediante su propia modificación, con un “cambio de gabinete”?
Hay muchos casos, por supuesto, del siglo XX. Ibáñez, en su segundo gobierno, en el que iba a barrer con la escoba la corrupción y los pitutos, terminó con un gabinete del Partido Radical, o sea, el símbolo de la corrupción, el nepotismo y las dádivas fiscales.
Antes, Gabriel González Videla, que había accedido al poder con el apoyo del Partido Comunista, expulsó del gobierno a los tres ministros de esa colectividad y se lanzó a la persecución del PC. Pablo Neruda, quien le había dedicado grandes loas al gobernante (“El pueblo lo llama Gabriel”), terminó llamándole una “rata” (“que sacude / su pelambrera llena de estiércol y de sangre / sobre la tierra mía que vendió. Cada día / saca de sus bolsillos las monedas robadas / y piensa si mañana venderá territorio / o sangre”).
Pero aquellos “cambios de gabinete” fueron reales. Es decir, significaron un verdadero cambio en la orientación política. En los últimos 30 años, sin embargo, la salida de ministros y el nombramiento de sus reemplazantes, sólo han significado pequeñas variaciones.
A la prensa burguesa, obviamente, poco le interesa ese hecho. Como si estuvieran bajo una dieta de convaleciente, persiguen desesperadamente lo “sabroso”, esas pequeñas anécdotas, los micro-chismes y cahuines que hacen las delicias del personal político.
Quizás, por eso, no se percatan de que la presente crisis política ha tenido ya más de 20 gabinetes distintos, si sólo contamos los últimos cinco años -el mandato de Piñera y lo que va del gobierno Boric. Y en ningún caso, hubo ni un “golpe de timón”, ni una “mejora de gestión”, ni un “cambio de estrategia”.
O, mejor dicho, de haberlos habido, fracasaron.
Los verdaderos giros, en cambio, nunca fueron iniciativa de los gobiernos, sino decisiones políticas impuestas por el conjunto del régimen.
Y esa conclusión es el balance del primer año del gobierno de Gabriel Boric.
Ascendió a La Moneda luego del colapso electoral de la derecha y de la antigua Concertación.
Pero antes, debió enfrentarse, en una segunda vuelta, a una pequeña escisión de la UDI encabezada por José Antonio Kast, en cuyo programa electoral destacaban cuatro puntos: primero, la declaración de un estado de excepción y el despliegue de tropas militares para reprimir la lucha del pueblo mapuche; segundo, la promesa de “cerrar la frontera”, también con las Fuerzas Armadas, a los inmigrantes; tercero, el reforzamiento político y material de Carabineros; cuarto, una posición tajante en contra de los retiros de los fondos de las AFP.
Los partidos en torno a Boric declararon esas y otras posiciones políticas como expresiones de un “peligro fascista” que debía ser detenido. El electorado, por sus propios motivos, coincidió con la necesidad de impedir la llegada al poder de la ultraderecha, para sorpresa de los propios beneficiados de la votación.
El gobierno de Boric, desde su inicio, se esmeró en implementar exactamente esos cuatro puntos salientes, y concretos -a diferencia del resto de las divagaciones reaccionarias- del programa de su adversario.
Comenzó su gestión empleando -y gastando, de manera irrecuperable- todo su capital político, como se dice, o su apoyo popular, en impedir que se repitiera un nuevo retiro de las AFP. Y al cabo de un año, el método de apoyarse en las Fuerzas Armadas para mantenerse en el poder excede lo practicado por cualquier otro gobierno desde el fin de la dictadura.
Se hizo parte, mediante una serie de maniobras, en el esfuerzo de la mayoría de los partidos del régimen de desactivar la nueva constitución, elaborada bajo su égida, o la de sus seguidores, en la convención constitucional. Mientras la derecha planteaba la curiosa fórmula de “rechazar para reformar”, el oficialismo levantó la consigna equivalente de “aprobar para reformar”.
El resultado fue de 60 contra 40 por ciento a favor del rechazo. Pero el gobierno se aseguró una derrota del 100%. Los primeros lo castigaron en las urnas y los segundos, aceleraron su desafección del oficialismo.
Eso no significa que nadie apoye al gobierno. Al contrario, éste cuenta incluso con una base social que no dejará de respaldarlo, porque depende materialmente de él. Se trata de vastos sectores empleados en el aparato del Estado, y un grupo, que se ha ido reduciendo, de las llamadas clases medias que comparte sus orientaciones liberales.
Son esos segmentos de la sociedad los que se lamentan de los errores e insuficiencias de la gestión del gobierno o que se enfurecen con los ataques que sufre de la derecha. Allí florecen los rumores y temores de un “golpe de Estado”; allí se extiende la resignación y el desengaño, sucedidos por la celebración de nuevos -y escasos- gestos “progresistas”.
Lo que tanto los detractores como los adictos a este gobierno no consideran, es su completa irrelevancia como factor político.
El liberalismo, aquella gelatinosa ideología de la libertad individual -que puede o no incluir a los esclavos como ocurrió durante la guerra civil de los Estados Unidos; que puede o no promover la represión sangrienta de las luchas populares, como ocurre desde hace dos siglos en todas partes el mundo, pero especialmente hoy; que puede o no favorecer el imperialismo, ayer como en estos días- el liberalismo, entonces, siempre se ha caracterizado, en los momentos de crisis, por querer sentarse entre las sillas… y caerse.
Este es el caso del actual gobierno.
Su irrelevancia política, sin embargo, no se desprende de la supuesta o verdadera ineptitud o falta de experiencia de sus operadores, como se ha alegado. Sólo refleja la incapacidad de un régimen entero de conducir políticamente. Por eso, ha debido cargar el gobierno de Boric con ese estigma, el de ser incompetente.
Porque todo lo que ha hecho ha sido canalizar decisiones y medidas, políticas e iniciativas del conjunto del régimen. Su fracaso no es la ganancia de otros. Es sólo la manifestación de cuánto puede dar este sistema.
Un año después, el balance de este gobierno no podría ser más desastroso, si se compara con sus promesas.
Pero si se toma como medida, no las ilusiones que buscó crear, sino la realidad de las circunstancias políticas, el resultado es el mismo desastre que el país vive desde ya demasiados años.
Su principal contribución ha sido demostrar, una vez más, que mientras permanezca en pie este régimen corrupto, el pueblo no podrá esperar ninguna mejora en su condición.