Con una espectacular visita relámpago a Kiev, el presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, hizo su contribución a la guerra propagandística sobre Ucrania. Por comprensible precaución, concordó su viaje con las autoridades rusas. La guerra real, sin embargo, continúa con su lento y mortífero ritmo.
Es el sueño del periodista flojo, pero ambicioso. Una invitación a un viaje secreto, cuya hora de partida sería comunicada en un mail sobre un torneo de golf. Además, no habría que escribir nada; bastaba copiar la versión oficial de la Casa Blanca. Por lo demás, estaba prohibido agregarle cualquier detalle no autorizado. Primicia y exclusiva, todo gratis.
O, más bien, todo gratis, nomás, porque toda la prensa estadounidense publicó el mismo relato sacado de Hollywood sobre el viaje de Joseph Biden a Kiev, a la misma hora y con el mismo contenido.
Anticipando la partida a una anunciada visita a Polonia, el mandatario habría prescindido del Air Force One, su Jumbo Jet habitual, usando, en cambio, un Boeing 757, calificado por los guionistas de la Casa Blanca hilarantemente como “un avión más pequeño” -su versión comercial puede transportar a más de 200 pasajeros- con rumbo a la base aérea de Ramstein, en Alemania. De ahí, partió a Rzeszów o Resovia, en el este de Polonia, para seguir en un tren nocturno hasta la capital ucraniana, Kiev.
La versión difundida sostiene que, por razones de seguridad, el equipo que acompañó al gobernante fue más, también, “más pequeño”, lo que sólo querría decir que serían menos de las mil personas que acompañan habitualmente a los presidentes de Estados Unidos a los viajes al exterior. Y, en este caso, agrega el guión de un modo ya casi tierno, a una zona de guerra sin la presencia de tropas estadounidenses. Porque Ucrania no hay -¡ay, cómo se le ocurre!- ningún militar gringo, ni uno solo.
Un único y escueto párrafo consignó el hecho, acaso, más importante del viaje secreto de Biden: que el gobierno ruso había sido informado de antemano. Un detalle.
Un detalle que, en todo caso, oscurece otro hecho significativo: que Rusia dio las necesarias garantías para que Biden pudiera ir a Ucrania, sin que, accidental o deliberadamente, fuera objeto de un ataque.
Eso no impidió que las fuerzas armadas ucranianas hicieran sonar, en el mismo momento en que Biden departía con Zelensky en el memorial de los caídos en Kiev, las sirenas de la alerta antiaérea, provocada, según se informó, por el despegue de un caza… en Bielorrusia. No había de qué preocuparse ni hubo motivo para correr a un bunker. Todo era parte del guión.
Además de las fotografías, Biden no ofreció nada nuevo. Subrayó que un año después del inicio de la operación rusa, “Kiev se mantiene en pie, la democracia se mantiene en pie”, sin precisar a qué democracia se refería.
Anunció un nuevo paquete de ayuda por 500 millones de dólares para el régimen ucraniano, que consistiría en más municiones para artillería, obuses y lanzadores anti-tanque.
A propósito de tanques, Biden fue un poco más vago o, alguien diría, abstracto: “junto a nuestros aliados, nos hemos comprometido [a enviar] más de 700 tanques…”, indicó. Pero no se refirió expresamente a un número más pequeño, pero concreto: los 31 tanques Abrams estadounidenses que había prometido con anterioridad.
Eso, por lo visto, tiene una razón. Mientras dotaciones ucranianas entrenan en la localidad alemana de Münster sobre cómo manejar y disparar los tanques Leopard 2 que, junto a los M1 Abrams, forman parte de un paquete de tanques de fabricación occidental comprometido, “los aliados” se muestran renuentes a entregar sus tanques a Ucrania.
Eso quedó expuesto, en la víspera, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, una especie de Davos para milicos, jefes de inteligencia y dirigentes políticos. Allí, los alemanes se quejaron amargamente de que, después de que fueran objeto de continuas presiones políticas para pasar los Leopard 2 a Ucrania, “los aliados”, de repente, se hacían los lesos con su parte del negocio.
Turquía y Grecia, dueños de poderosos escuadrones de Leopard, no quieren prescindir de los suyos; en cualquier momento entran en guerra, como en los tiempos de Lord Byron.
España, otro gran cliente de la industria armamentista alemana, tiene un total de 327 Leopard, destinados, sin duda, para repeler una invasión portuguesa. Más de cien son de la antigua versión, los A4, que ya están fuera de uso, guardados en un centro de bodegaje en el pueblo de Casetas, en las afueras de Zaragoza. De esos, pasarían ¡cuatro! a Ucrania. Si es que los pueden reparar.
Finlandia, que tiene más de 200 tanques, tampoco quiere soltar los suyos; están al lado de Rusia, argumenta su gobierno, y pronto entrarán a la OTAN, si es que Turquía levanta su veto contra el ingreso de Suecia. Y sin vecinos occidentales, dicen los finlandeses, ellos no se van a meter en ese lío o alianza atlántica, como se quiera llamar.
El segundo aniversario del inicio de la “operación militar especial”, encuentra a “los aliados” europeos embarcados en una guerra que ellos no manejan y en que la única y pérfida estrategia, la dictada por Estados Unidos, es la prolongación de las hostilidades.
Ucrania se aferra, con costos humanos inmensos, irreparables y crecientes, a sus posiciones en una línea de contacto interminable.
Y Rusia despliega su poderío, a la espera del agotamiento de las capacidades defensivas del enemigo.
Un año después, no hay novedades en el frente, excepto que todo es peor.